1280 Almas, de Jim Thompson. Una microrreseña

En Ports County, el estado donde se desarrolla la historia, hay un letrero: «1280 almas». El sheriff, que gobierna allí, supone que el cartel indica el número de habitantes. Sin embargo, rápido el autor nos recuerda de qué va su novela cuando pone a un personaje a decir:

«El mil doscientos ochenta incluye a los negros, porque los leguleyos nos obligan a contarlos; pero los negros no tienen alma.»

Nick Corey es el sheriff y protagonista de esta novela. Es un hombre desesperante por siempre mostrarse falto de opinión y criterio. Te va a doler su indolencia; sobre todo, porque hay mucho dolor e injusticia en el contexto de racismo y violencia propios de un Estado sureño gringo en tiempos previos —tal vez, porque no es claro el tiempo de la novela— a 1964 (año de publicación del libro).

Nick enerva, estresa, incomoda… Siempre parece demasiado cansado para cualquier cosa y muy atento a cómo vivir una vida hecha de lo justo y con el menor trabajo posible. Es un flojo que piensa mucho, pero no piensa nada; su única motivación para investigar los asesinatos en Ports County es no perder el sueldo que recibe como Sheriff y la habitación con baño que le corresponde por beneficio laboral. Es un ser despreciable, al que seguirás, en primera persona, durante toda la novela.«1280 Almas» narra de manera atemporal la inmoralidad del racismo, la pobreza y la corrupción política, tan contemporáneas aún. Y es la corrupción lo que hace posible lo más fascinante de la novela. Sólo por ella aparece la maestría con que el autor nos desdobla a Nick Corey, para hacerlo dos cosas: un holgazán demasiado astuto, con intereses claros, al que odiamos y nos fastidia, que hará lo que deba para lograr su objetivo; y, al mismo tiempo, un hombre con un profundo sentido de la justicia, capaz de una sensibilidad y una inteligencia contrarias a lo que hemos supuesto de él. Dice y calla y no sabes si es un buen policía o sólo un psicópata con un corazón

De verdad, «1280 almas» es una novela que tiene uno de los personajes mejor hechos y más fascinantes con los que me he encontrado en todo lo que he leído. Creo que Nick Carter está en mi top tres de mejores personajes de la literatura (los otros son Nakata y Philip Marlowe). Quizá lo diré con varias novelas, y sonaré a recomendador de sección del espectáculo de noticiero o de programa de chismes, pero «1280 almas» de Jim Thompson es una de esas novelas que sí o sí hay que leer antes de morirse.

¿Súper o super? ¿Cuándo poner o no tilde en super?

Vamos a aprovechar la indignación que tengo porque a mi café le subieron el 30 % de un día para otro, para darles un consejo ortográfico. Este consejo los pondrá por encima de redactores de periódicos famosísimos, adeptos a cometer este error en sus textos casi que todas las veces y que, parece ser, ningún corrector de estilo sabe corregir.

La palabra «super» solo se escribe con tilde en dos situaciones:

1. Cuando se usa como apócope (contracción) de la palabra «supermercado». Ejemplo: «Vamos al súper a comprar un café más barato».

2. Cuando se usa como apócope de un tipo de gasolina: la gasolina súper. Ejemplo: «Llene el tanque con súper. Me sale lo mismo que dos cafés del Juan Valdez».

¿Cuándo no lleva tilde?

La respuesta corta: cuando no refiere a la gasolina o a un supermercado.

Sin embargo, aquí hay un twist. ¡Atentos!

La palabra «super» es un superlativo, es decir, cumple la función de indicar un grado mayor de intensidad con relación a la palabra que acompaña. Es un superlativo que se usa (siempre) como un prefijo.

Un prefijo es una particula que se anexa a una palabra raíz para modificar su sentido (significado).

Por ejemplo: vulnerable —invulnerable.

El prefijo es -in, que significa «sin». Si viéramos la palabra «in vulnerable», es probable que todos notemos el error. Así mismo con «super».

Entonces, como «super» es un prefijo, con función superlativa, debe SIEMPRE escribirse unido a la palabra a la que se le quiere sumar un grado de intensidad.

Por ejemplo:

No se escribe: «súperbien». Se escribe: «superbién».

No es: «super estresado», sino: «superestresado».

No es: «el café está súper caro». Se dice: «el café está supercaro». Y así con todas las palabras. Siempre unido y sin tilde.

Ahora, ustedes dirán: «Y si quiero decir que «me siento super» o «estoy super», ¿le pongo o no tilde?».

La respuesta es: si no te sientes como la gasolina o no estás como un supermercado, NO SE LE PONE TILDE.

Perdón si fue muy largo. Déjenme saber si llegaron hasta aquí poniendo un comentario en el que me digan si entendieron, si les gustan estos consejos y si no van a volver a tomar tinto en el Juan Valdez.

LOS ABANDONOS

Martín vio desde la ventana de su casa la caravana de los que se iban. Coches viejos tirados por caballos y por bueyes. Reconoció al boticario, al médico, a doña Lucidia, con sus telas e hilos arrumbados en una esquina, tapando apenas un baúl ocre y ajado; más adelante, a don Carmelo, el dueño del billar y a don Carlos, con su vitrina aún llena de panes amarrada con una cabuya para que no se le descolgaran las puertas; a Eduviges, con sus seis gallinas montadas sobre un maletín escarlata, viejo y tan grande como un clóset actual. Se fijó especialmente en Mariana, su primer amor, quien iba sola, sin esposo o hijos.

Ella giró para mirarlo. Le dijo adiós con los ojos.

Ana María, parada junto a Martín, no notó la despedida de la otra mujer, tampoco la nostalgia con la que él la devolvió con una mirada fija y larga de lágrimas contenidas.

—¿Adónde van todos? —preguntó Ana.

Martín se quedó en silencio unos momentos. Si hubiera respondido de inmediato, le habría costado mucho disimular la tristeza y contener el llanto. Esperó hasta que la figura de Mariana, metida entre un vestido de flores rojas sobre fondo beige, fuera ocultada por la nube de polvo y la distancia para responder.

—Lejos. Van lejos, mi amor. Deberíamos hacer igual —dijo sin despegar la vista de la calle.

Todas las personas con las que un día compartió, iban ahí.

Los recuerdos vinieron en tumulto, él los disipó con un movimiento de la mano fingiendo indiferencia.

—Yo no me voy para ninguna parte. No voy a abandonar a mi mamá ni a mi papá. ¿Quién les pondrá flores en la tumba? —Ana María se alejó de la ventana.

La caravana era larga. Allí iban todos: ancianos y niños. A paso lento abandonaban el pueblo seguidos por la polvareda del camino. La gente callada. Los pasos lentos de quien no quiere partir. Las miradas insistentes hacia atrás. Alguna mano en alto que le decía adiós, solo a él, porque nadie más se quedaba.

Oyó el ruido de trastos golpeados en la cocina. Conocía ese ruido de frustraciones anteriores.

—Vamos a comer pasta y arroz —gritó Ana María desde la cocina. Simulaba rabia.

Cuando la caravana fue una mancha que se difuminaba en la curva del camino, Martín se retiró de la ventana. Fue a la cocina. Abrazó a Ana María por la espalda. La besó en la mejilla.

—La tendremos difícil, aquí solos —pegó su cuerpo al de ella, muy pequeño y suave —. Per podremos, yo sé —afirmó con duda.

Por un instante Martín se convenció de sus palabras. Suspiró con resignación. Cerró los ojos, la apretó fuerte y la besó quedándose con la boca pegada a su mejilla con fuerza.

—Te amo —la acarició con las manos sobre el vientre.

Martín fue a su mesa. Se asomó otra vez al camino: una mancha más difusa. Agarró el cuchillo. Encendió un cigarrillo. Comenzó a sacar tajadas de madera empujando la hoja hacia adelante. Daba vueltas a la pieza en su mano. Cortaba un poco aquí, otro más allá. Sacudía el cigarrillo en un cenicero que él mismo talló.

Media hora después miró a contraluz la figura. Ahí estaba La Virgen de San Clemente, aún rústica, áspera a los dedos. La movió en varias direcciones buscaba pedazos que pudieran sacarse todavía con el cuchillo. Cuando estuvo seguro de que ya no había qué sacar, tomó la lija y la pasó por la madera. Sopló. Miró en alto la figura. Lijó hasta que la virgen estuvo tan lisa como una porcelana.

Sopló y pasó la mano por la pieza para quitar el vaho de madera que se le había quedado pegado.

El cigarrillo se había consumido en el cenicero. Encendió otro y con el cigarrillo entre los dientes, acomodó la figura junto a otras once figuras iguales. Las contó con un dedo e hizo las cuentas poniendo y quitándole dedos a las dos manos.

Si acaso pudiera venderlas todas, tendría 120 mil pesos. Habría que restarle lo del pasaje de ida y vuelta hasta Santa María, si es que encontraba cómo llegar. Estaba seguro de que a San Clemente, ahora que era un pueblo sin nadie, lo habrían sacado de las rutas de los buses. Iba a ser difícil, pero no sería la primera vez que fuera difícil.

Ana María lo llamó a la mesa. Puso el plato: arroz, pasta con trozos grandes de cebolla y tomate, un pedazo minúsculo de carne y una limonada en un vaso plástico rucio y sudoroso. Martín enredó la pasta en el tenedor, luchando con lo poco que podía trinchar de la pasta hecha tiras cortas. El primer bocado tenía un intenso sabor a cebolla. Tuvo arcadas. Tragó.

—Está muy rico —dijo y la miró a los ojos esbozando una sonrisa

Ana María no lo miró ni dijo nada.

Dieron algunos bocados en silencio.

—Creo que buscaré trabajo —dijo Ana María con la mirada clavada en el plato y revolcando la comida.

Martín no respondió.

—Con el pueblo vacío, va a ser más difícil que vendas…

—¿En qué trabajarás? —interrumpió Martín.

—Puedo arreglar las casas de la gente… —convencida.

—… no hay gente, amor. No hay nadie.

—Allá por los lados de La Morena, arriba en la vereda, están las casas de los ricos. Ellos no se fueron, ellos no tienen miedo.

—¿Por qué lo tendrían? —negó con la cabeza

—Da igual. Sé que allá encontraré trabajo. Eso es grandísimo, hay mucho que hacer —como Martín no dijo nada, ella siguió—: La chica del billar, me dijo que pagan bien. Puedo lavar, planchar, ordeñar las vacas, cocinar.

Martín miró la pasta y la revolcó con el tenedor. No sabía cómo iba a hacer para comérsela toda sin vomitar. Dio un trago a la limonada y rápido se echó un bocado que bajó con más limonada.

Ana revolvía la comida, mirando el plato sin comer.

Luego de levantar los platos, ambos se sentaron frente a la casa. Martín simulaba leer un libro. Ana María, con la aguja de tejer inmóvil en su mano, miraba las casas cerradas con cadenas; el camino vacío, distorsionado por el calor.

—Van a volver, yo sé —dijo de repente.

Martín levantó los ojos del libro.

—Sí, volverán —mirando las cadenas.

—Por eso no podemos irnos, ¿ves? Esa esquina, ahí murió papá… lo mataron. ¿Recuerdas?

—Sí —mintió. Él no estaba con ella. Aún no se conocían.

—Mamá se mató en esa casa. —se calló.

—A veces solo debes importar tú… —no quería, pero no pudo dejar de sentir que se lo decía a él mismo.

—No, Martín, uno vive por los otros y para los otros. Sin los demás no existimos, no somos nada.

Cerró el libro. Pasó los ojos por el pueblo vacío. Los pájaros cantaban anunciando la tarde. Solo eso se oía.

—Tienes razón.

—Mamá fue egoísta. No tenía a nadie. De no ser por ti, me hubiera muerto de hambre. Por los otros existimos.

Apretó el tejido con las dos manos, como agarrándose de él para no caerse a un abismo. La voz le salía llorosa y desesperada:

—Sin ti yo hubiera desaparecido.

Pareció sopesar lo que acababa de decir y afirmó para sí misma con la cabeza. Relajó las manos, asió la aguja e hiló una puntada que detuvo sin terminarla porque el silencio era tanto que la llamaba, le hacía ruido adentro. Cedió:

—Mira, allá, al lado de la ceiba, fue donde el cura este Manolo o Manuelo, no me acuerdo cómo se llamaba, se le declaró a Carmelita. Eso fue un escándalo. ¿Recuerdas?

—Sí, recuerdo —mintió, otra vez. El único cura que había conocido fue a Samuel, un viejo que amaba la cerveza y despotricar del gobierno.

Martín imaginó a las personas, a la calle principal en sus mejores épocas. Los novillos corriendo bajo los adornos multicolores de las ferias. Los niños jugando a retarlos para correr despavoridos cuando el animal los miraba. Las mujeres temerosas, escondidas bajo los marcos de las puertas, viendo cómo los hombres se envalentonaban con las bestias y las lazaban entre jadeos y sudores. Todo lo vivo que ahora sólo era una quietud de nadie.

—Los otros… —suspiró Martín —no existimos sin los otros.

Abrió el libro, pero las ganas de leer ya se habían ido.

—¿Vamos o te quedas más?

—Ya voy. Quiero ver el atardecer.

Ana María se quedó sentada en el pórtico esperando a que se encendieran los faroles. Le gustaba contarlos. Decía uno en cuanto se iluminaba el primero y así, hasta que se encendían los trece que alcanzaba a ver desde su casa. Esperó y esperó, pero solo vio el revés que tienen las cosas en la oscuridad.

Entró. Martín tallaba a la luz de una vela.

—¿Y la luz? —preguntó Ana María, acercándose luego de ajustar la puerta.

—Marco también se fue. Era él quien prendía la planta eléctrica.

—¿Y entonces?

—Vamos a estar sin corriente al menos esta noche. Mañana voy a ver si puedo encenderla —habló sin mirarla, concentrado en la pieza de madera.

—¿Qué haces? —Ana María llevaba tantos años viéndolo hacer vírgenes, que reconocía cuando la figura era otra cosa.

—Una figura para mí.

—¿Qué es?

—Un novillo —se lo enseñó acercándolo a la vela. —Bueno, hasta ahora es la idea de un novillo, pero ya lo será.

Ana María se paró a su espalda a verlo trabajar, la movía por la curiosidad de una figura distinta. Le miró las manos blancas adornadas de vellos negros sobre los dedos y el dorso. Recordó la primera vez que él le acarició la cara y sus palmas eran ásperas, con pellejos endurecidos por el trabajo. Con los años esa dureza desapareció. Solo de vez en vez alguna herida producida por el cuchillo se endurecía en sus palmas, pero sus manos casi siempre eran suaves, delicadas, con una fuerza entrenada en la rutina y en la sutileza necesaria para la talla.

Aspiró el humo del cigarrillo que Martín sostenía entre los labios con la cabeza inclinada y un ojo entrecerrado. Tuvo deseos de fumar. Desde que quedó embarazada no lo había vuelto a hacer, ni siquiera cuando perdió el bebé y la tristeza casi la mata y se dijo que ya no había tiempo para desperdiciar en vicios.

Martín seguía sacando hojuelas de madera. La forma del novillo se hizo clara luego de un corte profundo y un golpe sutil con el que se desprendió un pedazo grande que rodó por el suelo.

—Amo cómo haces todo sólo con la imaginación —dijo Ana María desde atrás.

—Así somos los artistas —respondió fingiendo soberbia.

Ana fue a la ventana a mirar a la calle. Abrió los faldones de su saco. Y a contraluz, Martín la miró y pensó en un murciélago bajo la luna. Siguió tallando. Ella acercó una silla y se sentó a su lado. Cruzó las piernas. El rostro de Martín se veía extraño. Las sombras que proyectaba la vela hendían sus facciones dándole un aspecto como de muerto de días.

—Hay que arreglar la luz pronto. No me gusta estar así, me da miedo.

—¿Miedo de qué? Ya no hay nadie.

—De los muertos… de los fantasmas —miró sus ojos hundidos en una sombra negra.

Martín sonrió y le tocó la pierna con condescendencia.

—Al menos esos no se van…

—Pero desaparecen, si nadie los extraña.

Estuvieron un rato en silencio. Ella alternando los ojos entre su cara, sus manos, el novillo y las siluetas de las casas afuera. La luna estaba llena, plena en el cielo atiborrado de estrellas titilantes.

Martín tallaba en silencio con la ceniza del cigarrillo hecha un colgajo de gris en los labios.

Al terminar, la levantó para verla mejor a la luz de la vela. La lijó. Le pasó los dedos y le pidió a Ana que hiciera igual.

—Está muy suave. Ya está.

—Sí, está lista.

Ella la tomó. La acercó a sus ojos para ver mejor los detalles de la cabeza: los ojos, los hoyos del hocico, las orejas hechas de una lámina tan delgada que casi podía verse a través de ellas.

—Quedó muy linda. La venderás a buen precio. A la gente le gustan los toros.

Sin responder, Martín tomó otro pedazo de madera y comenzó de nuevo. Ana esperó. Después de un rato, cabeceó en la silla.

—¿Vas a tardar mucho? —le preguntó.

—Una media hora. Tengo que aprovechar que tengo la mano caliente. Necesitamos surtido, las vírgenes, ahora que no hay nadie, se complican.

—¿Mañana salimos juntos? Yo voy a La Morena y tú a vender, ¿sí?

—Mejor dame dos días. Para ir a la fija y no perder tiempo ni plata.

—Bueno. ¿Qué hora es?

—Ocho y veinte —dijo Martín sin mirar los relojes. —A esta hora ladran los perros. ¿Los oyes?

Ana aguzó el oído. Se concentró cerrando los ojos, pero no oyó más que las hojas de los árboles movidas por el viento y un tintineo lejano y corto como de un badajo que roza levemente una campana.

—No.

—Es que hasta los perros se fueron —le sonrió sin mirarla.

Ana María quiso oír de nuevo y ya no oyó nada, ni los árboles ni el viento ni la campana.

—Voy a dormir. No tardes, no quiero estar sola.

En la cocina encendió otra vela que llevó a la habitación. Martín detuvo su cuchillo para ver la pared donde la sombra de Ana se desnudaba. Reconoció la delgadez de su cuerpo, las puntas de sus pezones cuando alzó los brazos para atarse el pelo. Admiró todo lo que de perfecto había en la ola de mar del camisón cayendo sobre su cuerpo desnudo. La deseó, pero siguió tallando a Mariana, tal y como la recordaba.

Fue por Mariana que llegó a ese pueblo. La conoció en otro pueblo cuando trabajaba en la mina. Ella llevaba el almuerzo a su papá y a su hermano que trabajaban allí con él. Ambos murieron cuando un túnel se desplomó por una lluvia de días que los sepultó bajo un alud de barro cien metros bajo la tierra. Nunca se pudieron sacar los cuerpos de ninguno de los 15 mineros que murieron. En esa muerte se acercó a ella. Primero para un pésame cortés que, con los meses, se convirtió en un consuelo de besos y sexo a escondidas de su mamá. Mariana tenía 16 años, él iba a cumplir 25.

Se enamoró. La quería tener siempre cerca, su boca en su boca. La añoraba como si estuviera muerta, aun cuando ella estuviera recostada a su lado. No hallaba forma de que al tocarla pudiera sentirla real. Toda ella parecía un sueño, una alucinación que no soportaba la edificación de nada real a su alrededor.

Un día, recostados en su cama, Mariana le dijo que se iba. Su mamá quería comenzar de cero, en otro lugar, lejos de la nostalgia de sus muertos. Se estaba yendo con ellos al hueco. A Martín se le abrió la tierra a la espalda y cayó solo por la oscuridad. Una caída de la que tardó en reponerse. Cuando pudo levantar cabeza, Mariana ya estaba lejos. La quietud de la tristeza lo detuvo en conmiseraciones inútiles. Pero no quería perderla.

Indagó con vecinos. Trabajó turnos extras por tres años. Años en los que cuando no trabajaba, dormía; así no pensaba. Se hizo un animal. Puso en automático su vida para reunir el dinero necesario para hacerse cargo de Mariana y su mamá. La conocía bien. Sabía que estar con ella, era estar con su mamá. Fue a donde le dijeron, a San Clemente. Preguntó en la terminal de buses. Un hombre de un camión le dijo dónde vivían, según él, les había llevado las cosas desde el otro pueblo.

Cuando tocó a su puerta, toda su ilusión se desvaneció. Mariana lo miró con gesto interrogativo, sin reconocerlo… o fingiendo no conocerlo.

¿Sí?, preguntó.

Martín se dio la vuelta sin decir nada. Caminó por donde había venido esperando sentir su mano agarrándolo, oír sus pasos apurados a su espalda, pero nada de eso pasó. Volvió a la terminal de buses. Se sentó en una banca con las manos entrelazadas sobre sus muslos, la mirada puesta en unas hormigas grandes y rojas en fila sobre la tierra, puso su bota cortando la fila y matando unas cuantas y lloró en silencio.

Pensó en irse. En viajar a la ciudad donde no sabría nada de ella. De repente se sintió muy cansado. Muy triste. Decidió quedarse esa noche y viajar al día siguiente. Frente a la banca había un hotel. El dueño, quien también atendía, le preguntó si venía a trabajar en la construcción del puente. Martín dijo que sí para no hablar más. A su lado, un hombre gordo y bien vestido se presentó. Era el ingeniero a cargo de la construcción quien, viendo su cuerpo fuerte, sus manos grandes y curtidas, lo contrató de inmediato. Lo invitó, también, a una botella de ron. Hablaron de la casualidad, del amor, de Mariana, de la mina y de los muertos, de sí mismo. Se hicieron buenos amigos.

Martín trabajó en la construcción por varios meses. Dormía en un container adaptado como vivienda con tres camas y un baño, que compartía con dos obreros borrachos y siempre felices. Al terminar la jornada, solía ir a comer a la tienda-restaurante de don Carlos, frente a la plaza. A diario veía a Mariana pasar de camino a la iglesia a misa de seis, llevando de la mano a un niño de pequeño, dos años cuando mucho, y agarrada del brazo de un hombre joven y bien vestido. Martín miraba sus manos sucias y callosas, su ropa vieja y nada a la moda y se decía que así estaba bien, que era lo mejor. Extendía involuntariamente su mano para acariciar a la distancia la figura diminuta de Mariana. Pasaba sus dedos siguiendo los contornos de su silueta, tocándola sin tocarla como cuando sí la tocaba y sentía que no la asía.

Sin darse cuenta, sin entrenamiento previo, una tarde cuando de casualidad tenía un pedazo de madera, agarró el cuchillo con el que almorzaba y comenzó a tallar esa silueta. Cada que la veía pasar, levantaba la figura ante su cara, cerraba un ojo e intentaba acoplarla lo más exacto a la silueta en la distancia. Tajaba, limaba, pulía, hasta que un día embonó perfecta con la Mariana real y lejana.

Talló tantas figuras de Mariana como veces la vio pasar por la plaza. Le quedaron tan bien: el velo sobre la cabeza, el cuerpo lánguido, que una mujer le preguntó que si era la virgen. Martín miró la figura, la comparó con la estatua puesta frente a la iglesia y dijo que sí, más para que no extenderse en explicaciones, que porque encontrara parecido verdadero.

La señora le ofreció diez mil pesos por una figura. Después aparecieron más señoras que querían comprar. Renunció a la obra. Se sentó en una butaca frente a la tienda y extendió un pedazo de lona en el suelo, sobre él acomodó sus figuras con un letrero que decía: «Hecho a mano con madera virgen».

Ahí se quedó, solo, viendo a su amor ser feliz sin él. Invisible. Mirándola a la distancia, soñando con su olor y con el recuerdo de su cuerpo. Mariana cargada de bolsas, vestida a la moda con ropa cara, se había convertido en una de esas mujeres que nunca miran más debajo de la línea su hombro. Altiva, elegante, fría y extraña. Siempre a dieta.

Desde la butaca vio por primera vez a Ana María. Iba a la cabeza del cortejo fúnebre de su mamá, sostenida por los codos por vecinos y amigos. Lloraba perdida, ausente de su entorno.

—¿Quién es? —preguntó a don Carlos. Solo tenía curiosidad.

—La hija de doña Carmenza. La vieja se ahorcó anoche. Dicen que fue por su esposo, porque desde que lo mataron no levantaba cabeza.

—¿Por qué lo mataron?

Don Carlos enarcó las cejas e hizo un gesto de cerrar una cerradura sobre sus labios.

Los dolientes entraban a la iglesia. El sonido del órgano llegaba hasta la tienda. Eran las dos de la tarde. Hacía calor de vapor entre el cielo cubierto de nubes y la tierra. Martín se quedó dentro de la tienda, recostado contra el marco, huyendo del bochorno y pensando en Ana María.

Unos días después la volvió a ver aún vestida de luto. Iba a la tienda para que don Carlos le fiara algunas cosas.

«Mientras encuentro trabajo», le explicó con las manos agarradas de la falda y la mirada colgada de la punta de los zapatos de charol que vieron épocas más relucientes.

Martín la oyó desde la calle. Y oyó, también, la perorata evasiva de don Carlos, seguida del sonido que hacen las cosas cuando se meten en una bolsa.

Regresó cada semana, por dos meses. Hasta que don Carlos dijo que no, que no podía fiarle más hasta que no le abonara «alguito» a la cuenta. Martín entró, sacó una cerveza de la nevera y le dio un sorbo buscando un lugar desde dónde mirarla mejor. Ana María tenía las mejillas enrojecidas y jugueteaba con las cintas sueltas de su vestido. Miró a Martín y dijo:

—Gracias, don Carlos… —hizo amague de salir con la cara hecha un solo incendio de vergüenza.

—Dele lo que pide, don Carlos —dijo Martín con un codo recostado en la vitrina de los panes.

Ella se volvió y lo miró con los ojos enrojecidos. Se intuía en su gesto que rechazaría el ofrecimiento, pero el hambre no le dio para la dignidad.

—Pide suficiente para un par de meses. No te preocupes por lo que cueste —quería no darle tiempo para hablar, dejarla sin espacio de rechazar el mercado.

—Gracias… —respondió ella y volvió a juguetear con las cintas del vestido.

—Yo le abono a la deuda también, don Carlos.

Don Carlos abrió un cuaderno de hojas amarillas, rotas y manchadas. Hojeó. Cuando encontró lo que buscaba, se lamió la punta del dedo índice y comenzó a sumar en una calculadora pequeñita haciéndole la lucha a la presbicia con el mentón hacía arriba y la boca abierta.

—No pasa nada —le dijo Martín a Ana María estirando la mano en el aire, como tocando a la Mariana que cruzaba por la plaza—, luego me pagas… cuando te acomodes.

—Es que no consigo nada —suspiró Ana e hizo una pausa como si no quisiera decir lo que seguía — y estoy sola.

—No hay problema, cuando puedas. De verdad, cuando puedas —la tranquilizó Martín.

—¿Tomas algo? ¿Una cerveza? ¿Jugo? ¿Algo?

Ana recibió un jugo de cajita y sorbió del pitillo de pie mientras esperaba a que don Carlos le pusiera «lo de siempre, don Carlos».

Martín no le habló más ni la invitó a sentarse. Don Carlos le dijo el total de la deuda y Martín pagó lo que debía y lo que se llevaba. Su acto no tenía segundas intenciones, aunque don Carlos haya sugerido lo contrario luego de que ella se fuera entregándole la cajita vacía a Martín, sin ninguna razón más que los nervios y las ganas de salir corriendo de vergüenza.

—Esa es presa fácil —dijo don Carlos apoyando la barriga en el mostrador y viéndole el vaivén del vestido a la altura del culo—. Ya tiene la mitad adentro.

Martín lo ignoró. Salió a tomar su cerveza en la banca esperando a las clientas.

Esa misma noche, antes de que terminara de recoger su atado de figuras, Ana llegó trayendo un plato hondo tapado con otro plato hondo al revés.

—Quería darle las gracias —le dijo con timidez. —Le preparé una bobadita.

En el plato había comida caliente. Martín agradeció, se quemó las manos y comió con el plato apoyado en una mano y sentado en la banquita. Ella lo miraba en silencio, de pie.

Las cosas no mejoraron para ella. Era evidente que cocinar no era lo suyo, así que trabajo como sirvienta le iba a costar trabajo. Poco a poco, Martín comenzó a hacerse cargo de comprar mes a mes comida para ambos. La condición era que ella cocinara para él y le llevara almuerzo y cena hasta la plaza. En general, cuando no se le iba a la mano en la cebolla, la comida de Ana era mala, pero no incomible, y a Martín no le importaba.

—Me gustas, Ana —le soltó de sopetón una noche.

Era cierto.

Martín puso el plato en el suelo. Sin pararse de la banca, la acercó tomándola con las dos manos de la cintura y la abrazó apoyando su cabeza sobre su pecho, en la almohada tibia de sus senos. Ella le acarició el pelo. Martín usó el latido de su corazón, que gritaba desbocado, como aval para un beso. Se levantó. Ana se sorprendió de lo alto y grande que era. Su cuerpo era una piedra de músculos tensos y sus brazos eran del ancho de la cabeza de un hombre promedio. La espalda amplia y el cuello grueso.

«¿Era tan alto?», preguntaba su cara.

Le pareció que sus brazos tenían el grosor de su cintura. Su mano, aún áspera por la mina y la construcción, le raspó en la mejilla. Ana se estremeció, le temblaron las piernas y se puso roja, aguada, la asaltó un estremecimiento como de frío por todo el cuerpo y sintió que se si él la apretaba muy fuerte seguro se orinaba encima.

Martín la besó suave, dejó caer su boca en sus labios con una sutileza incoherente con la fuerza bruta que reflejaba toda su anatomía.

—Tú también me gustas, Martín —le dijo, tuteándolo por primera vez, entre la pena y el desconcierto de estar segura de que se había orinado encima. Pero en lugar de huir, lo besó de vuelta.

El amor creció rápido.

Ana se enteró de que Martín tenía mucho dinero cuando le propuso comprar una casa. Tenía suficiente para pagar más de la mitad del valor de contado. Podían pedir prestado el resto. La plata que ahorró para hacer feliz a Mariana, se convirtió en una casa sobre la calle principal para Ana María. Una casa con pórtico, sala, dos habitaciones y un patio atrás con espacio suficiente para dos árboles de mango y una huerta de cilantro y perejil.

Compraron también unos muebles baratos y de segunda. Unos pocos que, con el éxito de la talla, se fueron multiplicando y llenaron la casa completa. No solo hacía vírgenes, sino que los vecinos trajeron sus fotos y pidieron tallas por encargo de familiares muertos. Los encargos los cobraba al triple. De Mariana no supo más, ni se puso a buscarla al cruzar por la plaza, ni le importó si embonaba o no con las vírgenes de madera.

Mariana sí se enteró de que él se había arrejuntado con la huérfana. Tuvo un rescoldo de celos que se apagó rápido y ya no lo extrañó más de lo que pudo, tal vez, haberlo extrañado alguna vez. Ambo siguieron sus vidas, ajenos a la felicidad del otro.

Una mañana, mientras Martín se afeitaba, se sorprendió a sí mismo con la certeza de que llevaba años sin que Mariana se le cruzara, siquiera, por la cabeza. Frunció los hombros, ella tenía su esposo y él la suya.

Sin embargo, esa primera noche como fantasmas en el pueblo vacío, no podía sacarse de los ojos su imagen diciendo adiós… sola en la caravana del éxodo. El estómago le insistía con el recuerdo de su primera partida, de que quizás fue su culpa que todo se diera como se dio; al final, había sido él quien se tomó demasiado tiempo para buscarla.

De repente, todo dentro de él no existía. Su hígado, sus pulmones, su corazón, habían sido arrancados y lanzados sobre la tierra del camino. Un vacío completo que no rellenó ni el deseo que le provocó, minutos antes, la silueta desnuda de su Ana María, tan perfecta.

Talló una Mariana de dieciséis años. Una Mariana inventada con el tacto anacrónico que de su cuerpo guardaba en las manos.

Talló a don Carlos, a Lucidia, a Eduviges y a Carmelo con la bola ocho en la mano.

Talló al cura borracho y gordo.

A Marcos en su uniforme de compañía eléctrica, que él mismo cosió con ayuda de su esposa, que sostenía su maletín para recoger el cobro semanal por el mantenimiento de la planta en la mano.

Talló al perro que lo acompañó por años en su butaca.

El amanecer llegó iluminando un montón de figuras sin pulir sobre la mesa.

Ana María despertó. Preparó el desayuno mientras Martín seguía sacando figuras como una máquina china. Ana lo dejó trabajar, creía que se preparaba para los tiempos duros que se avecinaban. Ponía personas de madera, unas junto a las otras, sobre la mesa.

Vino la noche. El amanecer.

Al tercer día, Martín había tallado, con asombrosa fidelidad y parecido, a todos aquellos con quienes compartió, a quienes consideró cercanos de alguna manera. Amigos o conocidos estaban en la mesa. Una versión a escala de un pueblo sin casas.

Fue hasta la habitación. Se paró junto a la cama y se inclinó para besar a su esposa en la frente. Le acarició las mejillas. Ella abrió los ojos y los cerró de inmediato al notar que era él y no un sueño, como creyó en medio de la somnolencia.

—Siento mucho nunca haber conocido a tus papás. Me hubiera gustado conocerlos —le susurró y la besó en los labios.

Fue a la sala. Metió su cuchillo, las tallas de la virgen y los pocos trozos de madera que le sobraron en un trapo que ató por las esquinas. Salió de la casa dejando las figuras, hasta la de Mariana, organizadas de tal modo que miraran todas por la ventana hacia el lugar por donde la caravana había desaparecido.

Afuera, Martín tomó el camino de tierra siguiendo la misma dirección por donde se habían ido todos. El vacío en su estómago amainaba cuanto más se alejaba de su casa. Aún estaba oscuro, pero ya el día comenzaba a clarear con un tinte naranja rojizo en medio del gris sucio de las nubes cargadas.

No miró atrás, nunca supo si por no ver los ojos de sus tallas atentos a su desaparición en la curva del camino o, simplemente, para no arrepentirse y regresar.

Asegúrate de tener un amor

Sobre todo, me quedé porque nadie te conocía ahí. Era mi ciudad. Tú ya tenías la tuya, que antes fue de los dos pero ya no podía volver a ser mía. «¡Quédatela!»,te dije. ¿Recuerdas? Y no entendiste el poco gusto que me daba cedértela; principalmente, porque tú estabas por toda ella. Sé que nadie te lo habrá dicho antes, pero la gente, a veces, para caer bien, regala ciudades. Finge, también; y describe lugares y describe gentes, recuerda las calles de la infancia, que son las únicas que no son de nadie y no se pueden regalar, y las cuenta a otros para caerles bien. Es la gente. Por eso, asegúrate de tener una ciudad para regalar, más que de tener un amor para decirle: «¡Quédatela!». Eso es lo importante: que tú tengas tu ciudad… para prenderle fuego, si se te antoja; para llorarla, si es que te pasa como a mí; para mirarla desde la ventana, si es que andas cursi. Asegúrate de tener una ciudad antes que un amor, para no tener que huir del perfume de nadie ni de los mechones de su pelo tirados por las aceras y colgados de los postes; sobre todo, para no tener que mudarte a donde nadie te conoce. Me quedé, sobre todo, porque nadie me conoce aquí. Es la gente, ya sabes.

Ortografía del diálogo literario (I)

Cuando comencé a escribir ficción, tuve problemas para encontrar información que placiera mi obsesión pueril por la ortografía. Más que entender qué escribir, me preocupaba mucho el cómo era que debía escribirse para que la puntuación (aunada a los otros signos tipográficos), me fuera útil para encauzar al lector por donde yo quería que se moviera. Eso, sin duda, significaba apostar por un lector que sabe leer, capaz de comprender que, si la coma está ahí, no es por un favor a su asfixia, sino que responde a una intención de sentido. Un «lector ideal», en palabras de Barthes.

Aunque el Panhispánico de Dudas de la Real Academia contiene, en muchos casos, las respuestas a dudas lingüísticas, comunes o específicas, su redacción no es asequible a todo el mundo. Para encontrar la ortografía de los diálogos en el texto literario, por ejemplo, hay que moverse por un sinnúmero de abreviaturas y manejar un léxico especializado, que incluye conocimiento de categorías gramaticales, morfología y sintaxis en niveles por encima de lo poco que nos dicen, y nos importa, en el bachillerato. Así, el texto oficial se convierte en una suerte de manual esotérico: vedado a los no iniciados.

Hace unos días, un exestudiante (que tuvo el infortunio de querer escribir ficción) me consultó por cuál era la forma correcta de escribir diálogos en un cuento…; «ortográficamente», puntualizó. En el momento, sin pensarlo mucho, solo atiné a responder por la forma más normativa y comúnmente utilizada: raya-voz del personaje-raya-acotación-signo de puntuación.

Uso de la raya en diálogos: discurso directo

Ejemplo 1

—¿Por qué le pega, pendejo? —dijo mientras caminaba hasta el coche.

Cosa fácil, Paco Ignacio Taibo II.

La forma anterior es la que la Ortografía de la Lengua Española de la Real Academia recomienda y la que se conoce como discurso directo. Sirve para marcar la inserción de una voz directa de un personaje («¿Por qué le pega, pendejo?») o para marcar un cambio de interlocutor, señalado por la raya puesta delante de las palabras que conforman la intervención. Si el narrador vuelve a la narración, para precisar o aclarar (acotar) («dijo mientras caminaba hasta el coche.»), se usa una raya que, si el personaje no vuelve a intervenir, no debe cerrarse, es decir, no debe ponerse otra raya al final y basta con poner un punto final.

La intervención del personaje debe estar unida a la raya que abre la inserción. Debe haber un espacio entre las palabras de la intervención y la raya que da inicio a la acotación; esta última, también va unida a la raya que la indica y se cierra con un punto final, en caso de que el narrador no intervenga otra vez.

Ejemplo 2:

—Pues suena muy bien —admitió Yoyi el Palomo.a

—Usted se calla, niño —le recriminó el Conde y se lanzó dos aceitunas a la boca—. Usted lleva nada más que veintisiete años de razonamiento, así que más respeto con los veteranos acá presentes que cargamos cuarenta abriles de experiencia ininterrumpida…b

—Más de cuarenta. Con dos barcos de chícharos cada uno en la barriga —evocó Candito, masticando queso.c

Leonardo Padura, La neblina del ayer.

Como se ve en el ejemplo, la raya marca tanto la inserción de la voz directa como el cambio de interlocutor. Habla primero Yoyi (a) y luego es recriminado por Conde (b), cada una de las intervenciones es marcada por una raya inicial. En este caso, se ve que al final de la acotación del narrador en la intervención b, vuelve a ponerse la raya y el signo de puntuación que corresponde (en este caso un punto y seguido). Esto anticipa que la voz del mismo personaje aparecerá en la misma intervención de diálogo. El signo va siempre después de la raya y no unido a la palabra que da por terminada la acotación («—le recriminó el Conde y se lanzó dos aceitunas a la boca—.»), pues indica que todo lo que aparece entre rayas (la acotación) es una unidad de sentido completa, la cual exige un signo de puntuación que facilite al lector regresar a la voz del personaje sin confusión («Usted lleva nada más…») .

Terminada la segunda intervención del mismo personaje («… experiencia ininterrumpida…»), se pone el signo de puntuación sin cerrar el diálogo con otra raya. Para el ejemplo propuesto, Padura usa puntos suspensivos para indicar que sus palabras son interrumpidas por Candito, quien interviene en la entrada de diálogo c.

Todo lo anterior es una explicación suficiente para entender los diálogos usando la raya. Describe fácilmente cómo han de escribirse las intervenciones de personajes y las acotaciones del narrador, así como los usos de los signos de puntuación asociados. Como este tipo de texto se puede hacer muy largo o complejo, he preferido dejarlo como la primera entrega de una serie de tres o cuatro artículos sobre la ortografía del diálogo literario. En próximas entregas estaremos viendo: las comillas y el estilo directo, el diálogo en estilo indirecto libre, los niveles jerárquicos del uso de las comillas y otras cosas que se me vayan ocurriendo en el camino. Gracias por leer.

 

CORAZONES SOLITARIOS (Ha muerto mi abuelo Rubem Fonseca)

Por muchos años creí que alguna vez tendría la oportunidad de pararme frente a Rubem Fonseca y, hablándole en español, contarle la historia de cómo llegué a su literatura por una bodega de libros prohibidos en una institución educativa del Opus Dei. Le habría encantado oír cómo sus libros, siempre prohibidos, siempre polémicos, siempre odiados por los pacatos, seguían conmocionando las bases de una moral trasnochada al interior de un culto que recortaba a las modelos en bikini de los periódicos y «protegía» a sus estudiantes de la inmoralidad del arte hecho literatura. «Cuidaba» a los adolescentes escondiendo unos libros para que yo (el comprometido evangelizador de Fonseca, el eterno «tienes que leer este cuento»), pudiera encontrarlos y contarles a mis otros cientos de alumnos de un hombre que había escrito una de las grandes novelas latinoamericanas y un puñado de los cuentos más perfectos que nunca jamás se escribieron en portugués.

RUBEM FONSECA AGITA PUÑO
Rubem Fonseca agitando el puño.

Quería contarle cómo estaba allí, en esa bodega, debajo de Nietzsche, sobre un texto de San Agustín y otro de Herodoto…; que, desde una pila vecina, Wilde lo veía con ojos enamorados y Woolf se mecía en las olas de su lesbianismo literario con la envidia de nunca haber podido ser uno de los personajes femeninos del brasilero: hechos todos ellos de una belleza ucelliana y de una fortaleza equina. Mujeres que se mueven en medio de la muerte sin perder un amor a la vida del mismo talante que el de los hedonistas. Mujeres inteligentísimas y fuertes, en pugna constante con sus contrapartes masculinas, a quienes admiran y desean, pero odian por abstrusos.

«Has hecho de mí un sátiro (y un hambrón), por eso me gustaría seguir agarrado a tus espaldas, como Bufo y, como él, podría tener mi pierna carbonizada sin llegar a perder esta obsesión», dice Gustavo Flavio en Buffo y Spallanzani (Pasado Negro, en la traducción de Ed. Norma).

Quería contarle que me llevé sus libros con timidez y que cuando mi jefe pasó revisión, de lo que había escogido de la bodega, sostuvo ante sus ojos Historias de Amor, para luego enarcar las cejas y entregármelo de vuelta. Mi jefe, sin duda, es un gran lector.

Decirle, ahora que ya no está, que soñé muchas veces con expresarle mi profunda admiración y que me disculpe por haberlo robado tanto en mis propios cuentos. No sé qué hubiese respondido él. Tampoco es importante ya imaginarlo. No obstante, estoy seguro de que su respuesta habría estado a la altura de la censura que puso su obra en mi camino.

Rubem Fonseca es para mí lo que Dashiell Hammett fue para Chandler: el escritor que quería ser, pero con la admiración de saberse incapaz de serlo. Leer a Fonseca provoca un efecto similar al de leer a Raymond Carver: la ilusión de que es fácil imitarlo. Muchos desdeñan en Fonseca eso que lo hizo grande: su ingenio, su sencillez, su laconismo, la violencia como consecuencia y no como excusa; eso mismo que lo convirtió en mi autor de culto por excelencia. Tal vez nunca sea el Chandler de Fonseca. Y está bien.

Este texto corto (falaz, vale llamarlo), carente de cualquier pretensión, es mi pequeñísimo homenaje a uno de los grandes escritores latinoamericanos de este siglo. Lean Novela Negra, su cuento; y El Gran Arte, su obra maestra, para que no me juzguen de exagerado. Gracias por leer. Picos.

¿ES EL CORONAVIRUS UNA ARMA BIOLÓGICA?

(La historia cinematográfica de cómo la Covid_19 se regó por el mundo)

 

Por: @albatrostv (En Twitter)

 

Voy a contarles lo que parece el guion de una película de Hollywood, pero que al parecer es real. Si fuera una película, se llamaría GUERRA BIOLÓGICA. Espero que me sigan hasta el final, donde pondré los links de los informes de prensa.

Junio de 2012. Hospital Jedda de Arabia Saudí. Un hombre perfectamente sano, no fumador, sin historial previo de enfermedades cardiopulmonares, muere a causa de una mutación agresiva del virus SARS tras siete días de fiebre, tos, neumonía y falla renal.

Virólogos especializados aíslan la cepa de esta variante del SARS y la llevan a un laboratorio en Rotterdam, Holanda, donde obtienen la secuencia genética del virus.

En mayo de 2013, una muestra del virus y su secuencia genética son llevadas al Laboratorio Nacional de Microbiología (NML, por sus siglas en inglés), en Winnipeg, Canadá. Quien recibe dicho material es el doctor Frank Plummer (tengan presente este nombre).

El NML es un laboratorio de clasificación BSL-4, es decir, posee el máximo nivel de seguridad. Allí se trabaja con agentes infecciosos del más alto riesgo. Un fallo en sus mecanismos de control supondría una catástrofe para la salud pública.

 

¿Ya adivinan hacia dónde va esto?

 

Pero el Laboratorio Nacional de Microbiología (NML) de Winnipeg, Canadá, no es el único laboratorio BSL-4 que existe en el mundo. Hay otro: el Laboratorio Nacional de Bioseguridad, en Wuhan, China, que queda a escasos 32 kilómetros del mercado de mariscos de Huanan.

Estos dos laboratorios, el de Winnipeg, en Canadá, y el de Wuhan, en China, están estrechamente conectados. En primer lugar, ambos trabajan exactamente en lo mismo: básicamente estudian la forma de desarrollar agentes infecciosos que puedan ser usados en guerras biológicas. Adicionalmente, han compartido investigaciones, tecnología e intercambio de personal científico.

Quiero aclarar que no se trata de laboratorios secretos, ocultos, ni cosas de esas. Su existencia está avalada por gobiernos, agencias de seguridad y por la mismísima OMS.

Saltemos ahora a julio de 2019, cuando entran en escena la Dra. Xiangguo Qiu y su esposo el Dr. Keding Cheng, quienes al parecer robaron del NML el trabajo sobre el virus SARS del Dr. Frank Plummer y la llevaron a Wuhan.

Y aquí tenemos el principal punto de giro en la trama. Porque el virus robado y llevado a Wuhan a un laboratorio del más alto nivel de seguridad y, por cuenta de una imperdonable falla en los mecanismos de control (cabe la posibilidad de que también haya sido de manera deliberada), se les escapa.

Esto ocurrió en noviembre. El gobierno Chino intentó ocultar lo sucedido, pero la rápida expansión del virus, que resultó siendo altamente contagioso, los obligó a darle la noticia al mundo. Pero inventaron un bulo: la sopa de murciélago del mercado de mariscos de Huanan.

Aquí haré una digresión y les hablaré del Dr. Frank Plummer, microbiólogo, miembro directivo del Laboratorio Nacional de Microbiología de Canadá. Siempre estuvo en primera línea de batalla contra algunas de las epidemias más alarmantes del mundo, desde el VIH hasta el Ébola. De hecho, sus investigaciones más importantes estuvieron relacionadas con el VIH, siendo uno de los científicos que más descubrimientos había hecho al respecto. Tenía la esperanza de encontrar una vacuna cuando, el pasado 4 de febrero (2020), murió en extrañas circunstancias.

 

¿Por qué es tan importante el papel del Dr. Plummer en esta historia?

 

En primer lugar, porque es él quien recibe la cepa del SARS sobre la que se desarrolla luego la COVID-19. En segundo lugar, porque la pareja de esposos chinos que robaron el virus eran sus colaboradores. Y, en tercer lugar, porque científicos del Instituto Indio de Tecnología, Acharya Narendra Dev College y la Universidad de Delhi, descubrieron recientemente que el CONVID-19 es una versión del SARS con inserciones de VIH, justamente aquello en lo que Plummer era especialista.

Esto significa que no es un virus que se haya dado de manera «natural» en animales y luego haya saltado a los humanos. Se trata de un virus hecho en laboratorio. Una confirmación de este hecho, vendría de la mano del tratamiento que los médicos chinos han dado a sus pacientes. Ante la inexistencia de una vacuna efectiva contra la COVID-19, a los contagiados con el virus se les está administrando Lopinavir y Ritonavir, medicamentos que combinados con otros se usan para tratar el VIH.

No es que la CONVID-19 sea una versión actualizada del VIH, lo que los científicos descubrieron es que las inserciones de VIH, en la secuencia del SARS, le permiten a este último fijarse en las células de los pulmones y desde allí replicarse.

Entonces tenemos un escenario de guerra biológica: Un laboratorio en Canadá donde se diseña un virus mortal. Unos espías chinos que se roban el virus y lo terminan de armar en Wuhan. Y el virus se les escapa del laboratorio generando una pandemia global.

 

¿Ficción?

 

Empecemos:

 

El Dr. Francis Boyle es un reconocido abogado estadounidense, trabajó para Amnistía Internacional y redactó para el gobierno de los Estados Unidos la Ley Antiterrorista de Armas Biológicas de 1989, aprobada por el Congreso de los Estados Unidos y promulgada por George H. W. Bush.

Silenciado por la prensa oficial tras acusar al gobierno de los Estados Unidos luego del 9/11 de haber perpetrado ataques de bandera falsa con Ántrax, es el primero en salir a denunciar el actual brote de COVID-19 como un ataque de guerra biológica.

No puedo aseverar que lo anterior sea verdad, pero sí digo que PUEDE ser verdad. Muchas de las cosas que anoto allí pueden ser rastreadas en la red, por ejemplo:

La noticia de los científicos chinos que habrían podido robar el virus y llevarlo a Wuhan:

 

https://www.sciencemag.org/news/2019/07/mystery-surrounds-ouster-chinese-researchers-canadian-laboratory

 

Y para rematar, aquí les dejo otro dato escalofriante. El pasado 18 de octubre de 2019, la universidad John Hopkins, junto con la Fundación Gates, realizaron en Nueva York un simulacro de pandemia global.

Lo escalofriante de esta noticia es que se simuló un brote de un nuevo coronavirus transmitido de murciélagos a cerdos, y de estos a personas, que eventualmente se vuelve eficientemente transmisible de persona a persona, lo que deriva en una pandemia global.

Esto, dos meses antes de que se anunciara el brote de un nuevo coronavirus de verdad.

El simulacro se llamó «Event 201» y si quieren saber qué nos espera en el panorama mundial hacia el futuro, no tienen sino que googlearlo y leer los resultados.

 

Fuentes:

 

ACO. Experto en armas biológicas habla sobre el nuevo coronavirus. https://consumidoresorganicos.org/2020/03/12/experto-en-armas-biologicas-habla-sobre-el-nuevo-coronavirus/

 

Coronavirus Bioweapon – How China Stole Coronavirus From Canada And Weaponized It, en: https://greatgameindia.com/coronavirus-bioweapon/

 

Indian Scientists Discover Coronavirus Engineered With HIV (AIDS) Like Insertions. https://greatgameindia.com/indian-scientists-discover-coronavirus-engineered-with-aids-like-insertions/

 

Uncanny similarity of unique inserts in the 2019-nCoV spike protein to HIV-1 gp120 and Gag. https://greatgameindia.com/uncanny-similarity-of-unique-inserts-in-the-2019-ncov-spike-protein-to-hiv-1-gp120-and-gag/

 

LANESSE, N. Questions Surround Canadian Shipment of Deadly Viruses to China.  https://www.the-scientist.com/news-opinion/questions-surround-canadian-shipment-of-deadly-viruses-to-china-66254

 

Mystery surrounds ouster of Chinese researchers from Canadian laboratory: https://www.sciencemag.org/news/2019/07/mystery-surrounds-ouster-chinese-researchers-canadian-laboratory

 

Francis Boyle: Wuhan Coronavirus is an Offensive Biological Warfare Weapon #131. Podcast. https://poddtoppen.se/podcast/1003465597/geopolitics-empire/francis-boyle-wuhan-coronavirus-is-an-offensive-biological-warfare-weapon-131

 

Coronavirus Discussion Between Dr. Francis A. Boyle and Dr. Mercola. Podcast. https://podcasts.apple.com/us/podcast/coronavirus-discussion-between-dr-francis-boyle-dr/id1286870871?i=1000467780757

 

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ES EL CORONAVIRUS UNA ARMA BIOLÓGICA

El caso León

La mesa del café tiene hendiduras profundas donde está acumulada la mugre y el moho negro. No entiendo por qué escogió este lugar, no es muy seguro para él. Una hormiga avanza solitaria por la encima de la mesa. Explora con las antenas excitadas. Huele a humedad, no hay ventanas. Las personas que ocupan las mesas se esfuerzan por mirarse a la luz débil de unos mecheros puestos en el centro, cuyo olor a alcohol quemado enrarece más el entorno sofocante. La hormiga se acerca. Se detienen frente a una miga de pan y la palpa con las patas, la rodea con un abrazo.

La mesera pone el plato con la taza de café encima de ella. Espero. ¿Algo más? No, gracias. Se va. Levanto el plato. El animalito sigue, ignorante. Se puede meter una hormiga al microondas por un minuto y no morirá cocinada. Se echa la miga de lo que sea a la espalda y regresa por donde vino. Le va a costar bajar hasta el suelo con el peso extra, pienso. Llega al extremo opuesto y desaparece. Imagino que cae. Miro debajo de la mesa, pero no veo nada. Está muy oscuro. Si tuviera cara, ¿qué cara me habría hecho cuando la liberé?

Ha pasado una hora desde la hora fijada para la cita. León aún no llega. León no es su nombre, no sé cómo se llama y así es mejor para todos. Las tazas con sus platos se han acumulado sobre la tabla ennegrecida. Pongo, sin ninguna razón, mi palma abierta sobre ella. Me estremece la suciedad, la pegajosa acumulación de líquidos regados y vueltos a regar. Hará años que no se le pasa un trapo; una lija, mejor. Un trapo sería inútil. Un hombre se me acerca.

—¿Tiene candela? —pregunta, inclinado hacia mí con el cigarrillo en los labios.

Busco mi encendedor y lo enciendo. Enciendo uno para mí. Si Ana viera que he comenzado a fumar se reiría de mí. Aduciría que, según las teorías en boga de la psicología cognitiva, adquirir un vicio luego de los treinta es un retroceso en la solidificación de la sinapsis mental. O algo así, la psicología cognitiva se me hace puro humo.

Algunos clientes, viendo al hombre y a mí fumar, encienden sus cigarrillos. La ley antitabaco en espacios públicos ha condenado a la vergüenza a los fumadores. Los veo calar sus cigarrillos con la actitud de quien roba una anciana o toca bajo la falda de colegial a una niña de doce años. Sin reprimendas, se acaban uno y encienden otro. Una nube de humo rápido aparece sobre las cabezas. Brilla en la base con la luz amarilla que llega desde los mecheros. Las voces se animan y se oyen como un murmullo lejano. No hay música. No hay aire. Hace calor aunque, en la calle, el runrún del aguacero llega fuerte.

—La lluvia, perdón —dice León sentándose frente a mí

Mira las tazas vacías. Niega con la cabeza. Pide dos cervezas con un ademán.

—Que estén frías —recalca a la muchacha.

El amarillo de la luz del mechero acentúa sus ojos hundidos y las líneas junto a su boca, le da una apariencia desesperada, muy acorde a la situación. Su pelo, generalmente abundante y revuelto, está aplastado por la lluvia. No hace honor a su apodo. Solo el amarillo intenso de sus ojos soporta con esfuerzo la idea de un león: uno cansado, viejo y vencido.

Esperamos en silencio las cervezas. Seguimos esperando —luego de que ha traído las cervezas― a que la mesera traiga unas servilletas para que León se seque la cara. Le escurre el agua desde el pelo hasta el mentón. Sacude su pelo con la mano moviendo la cabeza, ahora parece un león con alopecia. Recibe las servilletas, que se rasgan con los cañones de la barba al secarse las mejillas.

¿Algo más? No, gracias. Se va.

León se quita el abrigo, una prenda inmensa como su espalda, y la pone sobre una silla vacía a su lado. Contrae y relaja los bíceps. Sacude sus brazos a los costados y hace traquear el cuello con movimientos rápidos de la cabeza.

—Tengo cinco millones para el trabajo —me dice en voz baja.

—Un gatillero de Medellín se lo hace por 100 mil —no bajo la voz.

María Fernanda me espera en el apartamento, ella y su hermoso culo, no tengo ganas de negociar.

—Badrán me dijo que usted me ayudaría. Una deuda, dijo —No quiere sonar a que me amenaza, pero cruza los brazos sobre su pecho y contrae otra vez los bíceps.

—La deuda es con él, a él se la pago. Él, además, es mi amigo.

—¿Y yo no?

—Dejé de hacer amigos cuando acabé el colegio.

—No tengo nadie más en quién confiar, José. Usted lo sabe. Ayúdeme, sé que en usted puedo confiar. Me van a matar y tengo que dar el paso primero.

—Usted sabe León: mate a quien mate, de esto nadie sale como si renunciara a un banco.

—Dígame qué quiere que haga —casi suplica.

Pienso, quizá sí quiera algo. Pero no.

DEFENPRO ME ENSEÑÓ A COBRAR

Aunque sea increíble de creer, existe un método definitivo para recuperar cartera vencida y ha sido ideado por una empresa nacional: Defenpro. La incapacidad para el cobro de cartera vencida y el cobro de facturas vencidas son dos de los problemas que más rápido llevan a la quiebra a una empresa. Aprender a cobrarles a los deudores es uno de las principales falencias y dolores de cabeza cuando se habla recuperación de cartera vencida. Defenpro ha solucionado esos problemas desde lo único que en verdad funciona: la enseñanza.

Un poco de contexto.

Como muchos han de saber, mi trabajo está más relacionado con el ofrecer servicios de freelance en corrección, redacción y servicios editoriales en general. Después de ver cómo la plata se me perdía, uno de mis mejores clientes, una empresa muy grande del sector editorial, me recomendó tomar el curso que ofrece Defenpro como una estrategia para hacer efectivo el cobro de facturas.

Al principio tenía dudas respecto a su eficacia, dado que el cobrarles a los deudores es una tarea todas las veces desgastante, ardua y que exige muchos recursos económicos y una inversión de tiempo significativa. Sin embargo, bastó conocer la primera cartilla del curso para convencerme de que sí era posible.

El método sobre cómo cobrarles a los clientes es muy efectivo, muy entretenido de seguir, muy claro de aprender y con una didáctica tan funcional que cualquier persona puede entenderlo y ponerlo en práctica. Explica cómo no dejarse robar de los clientes, cómo evitar que las cuentas lleguen a una etapa crítica, cómo asignar crédito e, incluso, cómo demandar sin contratar abogados ni pagar comisiones. Y lo más interesante: ¡se hace todo por Internet!

Aprendí a cobrar por Internet, algo que creía imposible. Mi descreimiento terminó cuando comencé a tener resultados, no solo para la recuperación de cartera vencida sino para la prevención del robo con mis siguientes clientes.

Mis resultados en el cobro con Defenpro.

Lo más importante: aprender a cobrar a los deudores. El método explica cómo cobrarles a los deudores desde múltiples flancos. Enseña a atacar al deudor desde el flanco legal, desde el de la gestión y el de la prevención, es decir, a blindarse legalmente ante posibles no pagos. La recuperación de facturas vencidas es uno de sus temas centrales.

Un ejemplo de cuán fácil fue, está en que mientras iba manejando pude aprender toda la parte legal de la cobranza. Y, ahora mismo, estoy seguro de que ningún cliente será capaz de enredarme, por más mañoso que sea, distorsionando un artículo o decreto de la legislación colombiana. Ahora mismo sé que nadie me roba con engañifas legales.

¡Aprendí a demandar! Al momento de escribir este artículo, ya tengo radicadas tres demandas que fueron admitidas y ahora sólo estoy esperando el mandamiento del pago.

¡Aprendí las técnicas de gestión de cobro! Dejé de perder tiempo en llamadas inútiles, en persecuciones a deudores. Mi tranquilidad regresó cuando pude dejar de darme malos ratos con el cobro a deudores, siempre frustrante e indignante.
Es más, el curso me ofreció todos los formatos necesarios para mover mis demandas y para proteger mis créditos.

¿Qué es lo más importante para recuperar cartera vencida?

Puede sonar obvio, pero no lo es. Lo más importante para recuperar cartera vencida es aprender cómo cobrarles a los deudores. El conocimiento da poder y Defenpro encontró la manera de guiar a los empresarios en el entendimiento de la cobranza. En eso está el mayor valor que le doy yo al curso ofrecido por Defenpro: que me permitió entender la cobranza y no dejar que mi dinero siguiera perdiéndose.

Deberían visitar su página, para que corroboren ustedes mismos que su efectividad es más que garantizada. Les dejó el link a su página web:

www.defenpro.com
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UN RECUERDO PARA MAMÁ

Anoche soñé con un cuarto que se parecía al mío. En el sueño, una mujer vestida de negro y  a horcajadas sobre mí, se cortaba el cuello.  Al despertar, la certeza del sueño recurrente. Muchas mujeres distintas se cortan el cuello, sus pezones se insinúan tras el vestido. La sangre baja y el vestido es color vino. Estiro la mano a la izquierda, junto a mí la cama se siente tibia pero no húmeda. Isabel despertó hace poco, me digo. Prepara el desayuno porque hoy es domingo, el día de estar juntos, de hablar, de caminar, de preguntar. Lo necesario para convencer a los demás del amor que ya ninguno siente. Los vecinos. Los transeúntes. Los anónimos. La familia. A ninguno le importa mi desgano sexual. A Isabel sí, ella me dice que no, que a todos los hombres  les pasa. Sé que no es así, pero le respondo que sí, que debo estar cansado, que el taller me deja como un chupo. La verdad: está gorda, las tetas son sólo aureola, no se puede hablar de culo y en su sexo hay más pelo que en su cabeza que ya le calvea; pero le digo que sí, que a todos nos pasa. No puedo serle infiel. Me masturbo tres veces: en la ducha, luego del almuerzo cuando mi jefe cree que estoy defecando, y en la noche cuando Isabel cree que estoy defecando. Lleno tarros con el semen de la noche. Mientras mi esposa duerme mojo mis dedos y lo unto en sus labios, cuando se secan o lo ha lamido todo, pongo más, aumento paulatinamente la cantidad, cuando queda poco lo vierto en su boca abierta. Ella duerme mucho, yo tengo insomnio.

Me incorporo, la cama cruje. Las cortinas están abiertas y el cuarto huele a café, la casa huele a café. Busco mis cigarrillos sobre la mesa. Enciendo uno y aspiro lentamente la primera calada. La primera calada de la mañana entra brusca y me hace toser. Con la brasa en la boca busco los zapatos viejos que he usado los últimos cinco años solamente los domingos. Por la ventana se ven dos pájaros que acoplan sus movimientos al de las ramas mecidas por el viento. No ir contra la naturaleza, moverse con la tempestad. Sensatos, reflexiono. Un perro escarba una bolsa junto al poste, una señora pedalea un triciclo con una olla humeante, grita algo pero el sonido no llega hasta mi ventana. El resto de la calle es ocupada por la luz del sol y el viento que da voz a los árboles. Bajo la escalera sin apurarme. El olor del café es más fuerte. Un borboteo viene desde la cocina, un chasquido de aceite hirviendo, el estruendo de los huevos mezclándose en la sartén negra, sin verla sé que usa la negra de asa rota. No tenemos otra. El pelo de Isabel está recogido con descuido dejando el cuello al desnudo. Intento no hacer ruido mientras ella agita la sartén y lanza ojeadas a la leche que pronto hervirá. En vano. Me escucha y se riega. Gira su cuello blanco y peludo. Me sonríe, me saluda, estira sus labios, le muestro el cigarrillo, librándome del beso. Su ropa no es un vestido negro, pero imagino su cuello manando sangre y su bata blanca tiñiéndose hasta quedar rosa, no quiero sus piernas sólo el rosa de la bata.

Me sirvo café y ocupo mi silla en la mesa de la cocina. En la que quedamos frente a frente para jugar al amor. Estoy solo. Ella sigue preparando huevos y limpiando la estufa de la leche derramada. Abro el libro que leo. Un hombre mata a todos los ricos porque le deben, le deben ser ricos y él ser pobre, le deben ser poetas y él también serlo, le deben en todo caso. Qué estúpido, pienso mientras cierro el libro. Isabel ya está frente a mí, corta los huevos con el tenedor concentrándose  excesivamente en una tarea tan trivial. Me irrito y miro hacia otra parte. También tengo huevos para mí, pan y más café. Parto un pedazo del pan, lo uso como cuchara. Meto los dedos y la textura blanda y húmeda me hacen pensar en Isabel con las piernas abiertas. Miro con atención el plato buscando pelos negros, hirsutos, sebosos. No hay ninguno. Reprende. Usa el tenedor, me dice con tono de mamá. Mi mamá. Mi mamá que era buena. Que lleva veinte años amarrada a la cama con el pelo recogido igual que Isabel, amarrada de pies y de manos, con la cabuya y la piedra metidas en la boca. Mi mamá que lleva veinte años pudriéndose, en la misma posición que la dejé, con la espalda sobre el colchón desnudo, con la falda recogida hasta la cadera y los gusanos allanando todos sus orificios. Mi mamá puta.

El sofá de cuero negro resplandece con los rayos intensos del sol del mediodía. En esta oficina hay pocas cosas que te hagan sentir como en casa. Igual te sientas, mientras él te da la espalda, una espalda ancha apretujada en un saco de levita negro de hombros acolchonados. Piensas en el principito y las ilustraciones del mismo Saint-Exupéry, en su levita azul cielo y sus bordes rojos y dorados, en el zorro y el trigal ¿Era un trigal? O la rosa y el rey. No hay nada de Principito en aquel que se mueve y te ofrece agua o un café o mejor una agüita o un té, a todo te niegas con movimientos suaves de la cabeza. Ante todo ser suave, femenina, delicada, sobre todo para decir que no.

Te preguntas por qué sigues viniendo, por qué seguir inventando razones, si la razón siempre es la misma. Para qué contarle a ése, que nada sabe de tu corazón, que amarlo sí vale la pena, que no importan los años sin saber de la pasión, que no importan los besos ni los encuentros furtivos ausentes, porque ya estamos viejos y en la vejez son pecado los fluidos, la humedad y el desenfreno.  Eres su dique, oyes que te dice, y eso te trae de vuelta a la oficina bien adornada con reproducciones baratas de pintores cubistas, con pósters enmarcados en maderas pintadas de dorado. Se mueve entre las sillas, no viste cuándo se levantó, se asoma a la ventana con los brazos hacia atrás y las manos entrelazadas, se mece sobre los talones como insinuando un salto. Salta, cae, cae eternamente, cae al fondo del infinito, cae al fondo del tiempo.

—¿Un dique? —preguntas con la voz extraviada, como quien vuelve de un lugar lejano. Esperas. Esperas.

—Sí, un dique. Efectivamente. —enarca las cejas y te mira con ojos condescendientes, afirma con movimientos de cabeza trazando líneas diagonales. Ha puesto yema contra yema de sus dedos, se deja caer en la silla de cuero frente a ti, cruza la pierna.­ —Él es el agua que necesita contención ¿me entiende? En apariencia se mueve como las represas cuando hay poco viento, así con esas ondulaciones en la superficie, con garzas que echan ojeadas en busca de peces, libélulas que cazan insectos y mariposas de lenguas largas. Sobre él se refleja el sol estival ¿me entiende? Pero más allá, lejos, donde no hay playa, donde nadie se atreve a llegar nadando, está el muro de concreto, fuerte, macizo, gris; sin él no habría calma sobre las aguas, no podría el sol encontrar un espejo y el agua iría violenta montaña abajo, arrasando consigo piedras, casas, árboles y personas ¿Me entiende? Personas inocentes, que siembran la tierra, que llevan a sus hijos a la escuela, que compran pan o lo hornean, yo no sé ¿Me entiende? Y que obviamente, terminarán bajo las aguas muriendo de asfixia. ¿Me entiende?

—No

—¿No? Señora usted es profesional… —Remueve unos papeles sobre la mesa y levanta uno delante de su cara irritada por la máquina de afeitar ­—…vea usted, profesional de la literatura ¿así se dice? Y yo haciéndole imágenes poéticas y todo, sin saberlo le di en la vena del gusto. No nos hagamos los tontos, que el tiempo vale, mi tiempo vale ¿Me entiende? —Despega la espalda de la silla, pone los codos sobre sus rodillas con dificultad por su barriga abultada —No hagamos las cosas más difíciles, la deducción es recurso de buenos lectores. Sé que me entiende.

Sientes el aliento de menta, de goma de mascar y de perfume costoso. Te digo Isabel que no lo escuches. Lo entiendes. Pero en tu cabeza están mis palabras, las advertencias, los recordatorios como zumbidos de moscas insistentes. Te disipo, te traigo de nuevo a mis besos evadidos y a mi asco que conoces. Repites que no, que no entiendes, que por favor sea más directo Doctor Manrique.

—Su esposo está enfermo. Su enfermedad es peligrosa. Pero no se asuste, no se preocupe que como lo dije: usted es el dique. Sólo usted puede contener las aguas y mantenerlas como hábitat de pacíficos bichos…

Bichos al fin. Bichos como los que mato cuando estás desnuda bajo la ducha. Cruzas ahora tú la pierna y el vestido deja ver tus rodillas enfundadas en unas medias oscuras. Él mira tus piernas y deseas que esos ojos sean míos, que su lascivia sea mía. Halas el vestido de un lado, cubres un poco los muslos y dejas las pantorrillas a los ojos del gordo. Te sientes deseada, la ropa interior que vestiste frente a mí, con la que paseaste el cuarto esta mañana, la que no vi, la que no me importó, es ahora relevante. Está pegada a tu piel, metida en tu cuerpo y es suave. Eres consciente de la tanga, del sostén y de las medias. Pero no soy yo. Descruzas. Te levantas. Vas a la ventana por la que antes creíste añorar el salto del Doctor Manrique y le preguntas: ¿bichos que vuelan, que rompen la superficie para alimentarse? Mientras buscas tras el cristal alguna paloma, una polilla, un águila, un halcón, un perro que cruce la avenida por la que pasan personas buscando alimento sobre la superficie tranquila y revoltosa que es la cuidad a medio día.

—No le entiendo qué me quiere decir. Me interesa que se sienta como un muro resistente, indispensable más que nada. Sin usted, él estaría perdido, desbocado. ¿Me entiende?

—Claro, claro. Entiendo la parte en la que soy indispensable. Pero ¿Qué hago si estoy lejos, allí donde nadie se atreve a llegar nadando, si estoy muerta, fría y hecha de un gris profundo? ¿Cómo interfiero contra los “bichos”? Eso es lo que no entiendo. Dígame doctor. La superficie es calma y ondea con el viento. Más abajo la turbulencia, las cosas que se mueven a la espera de ser llevadas fuera por un bicho que sobrevuela ¿Cómo sirvo en mi condición de piedra a la contención de “eso“? —Remarcas la palabra entonando diferente. Caminas por detrás de su silla y le hablas desde atrás como hace él cada vez que vienes. —Si de vidas se trata, créame que lo menos que quisiera es una masa de agua desbocada, arrasando niños y padres felices. Quiere decir, que usted supone a mi esposo un asesino aletargado por la frialdad de mi muro…

—…Diría mejor por la firmeza de su constitución.

—Eso es claro, la metáfora fue bien lograda… el símil, es la palabra correcta. Pero le repito ¿Puedo yo contra las garzas y las mariposas? Me pide usted que esté junto a él como lo he estado siempre y como pretendo seguirlo estando. ¿Con eso el problema está resuelto? ¿Así nada se desbocará en él? —Mira hacia atrás desde el lugar en el que le hablas, la barriga lo limita, sin embargo las miradas se cruzan, la desvías rápido. Te mueves a un sitio donde no pueda verte. Sigues mi consejo, eres una buena niña te dices pensando en mi voz que ahora tiene un tono dulce. Soy una buena niña te repites. Sonríes escudada en la invisibilidad que da no ser mirada. —Si a eso se limita todo, no tiene de qué preocuparse no pretendo dejarlo.

—Pídale que venga, Señora Isabel. Quisiera hablarle, hacer que mi diagnóstico sea más preciso. Desde el primer día que vino, hemos trabajado sobre él sin que esté presente. Quizás si viniera podría decirle qué hacer con los bichos, decírselo a él y no a usted pues su papel ya ha quedado claro. ¿Me entiende? ­—Te busca. Se levanta tras de ti. Te toma del brazo y te devuelve a la silla. Lo sigues sin decirle nada. Vuelves. Te sientas y cruzas sin cuidado las piernas. Te quitas el saco porque el calor es insoportable. El escote muestra la línea en medio de los senos. Una línea escasa, apretada, abultada. Sientes sus ojos en tus tetas, en tus piernas, en tu boca que ya no tiene rastros del labial. Mis palabras como moscas insistentes. Halas tu falda y la blusa hacía arriba. Lames tus labios y cruzas los brazos bajo tus tetas. No voy a ir, me lo has pedido muchas veces y nunca respondo nada, le dices al doctor y su mirada regresa a tu cara. Recuerdas qué te he dicho, qué te he advertido de las invitaciones a tus sesiones. Pero tu mente está en blanco, sólo puedes pensar en una garza y en una mariposa, clavadas con alfileres a una tabla de madera rústica, mientras mi mano arranca pluma a pluma, pata a pata y saca los ojos y rompe la lengua larga. La garza, la libélula, la mariposa… todas son putas, recuerdas, te repites.