Arrancando en esto del blog y para mis pocos (nímios) visitantes, y no sin algo de reticencia, les presentó un cuento de autoría propia. Un ejercicio de taller, pero siempre, como todo lo que he intenado hacer, cargado de vísceras y dedicación. Sé que la extensión quizá sea tediosa para la lectura, pero espero que después de los primeros párrafos hayan aún ganas de terminarlo.
CONVERSACIÓN TARDÍA
Una tarde, creo a fue a finales de Junio —los niños ya jugaban en las calles—, golpeó mi puerta. Al abrirle me dio un beso en la mejilla, habló de no sé quién, se sentó y como todas las veces anteriores a las retahílas y las lágrimas me preguntó qué tenía para comer. Mordió un pan del plato de mi desayuno, puso música y subió a mi cuarto. Me sorprendí, no la nombró, ni una sola vez.
A qué se debe tu cambio, venías pudriéndote en vida… antes que terminara, sin dejar de mirar mi pijama sobre la almohada, me respondió: y a tí quién te dijo que ya no es así, sólo que ahora no es por despecho, es por mí; no es pudrición, está más allá, es tristeza; pero no la que sientes cuando se te muere el perro de la casa o la abuela, que para el caso final es lo mismo, ambos estorban. Es algo que te mina por dentro, que no es máscara ni verdad, sino tristeza llana, o mejor, abisal.
Huéleme ¿no sientes?… hiedo.
…luego de la devastación no viene la esperanza, me alejé de los hombres, soy una especie en vía de extinción, y no por orgullo, fortaleza o superioridad (creo serán tus primeros argumentos). Me extingo porque me quedó grande la vida, no pude con el desamor y ahora veo que con el amor menos.
A mí vengan nadies porque tengo para decirles nadas.
…me pudro, se me muere el agua y el fuego en dialéctica pura, en batalla recíproca y ahora prometiste mi comida.
Lo escuché sin demostrarle importancia durante todo su discurso y levantando la ropa de un amante casual que la noche anterior había sacado el provecho, que por más que le ofrecí, no quiso aceptar el amigo que ese día sólo fue a comerse mi comida.
Le pedí que bajara al comedor, miró de reojo mis senos, los pezones se insinuaban bajo la blusa blanca, sabía cuánto le excitaba eso. Puse el plato frente a él y comió en silencio. Tuve ganas de preguntar cualquier cosa para que supiera que no me importaba nada de lo que dijo, que ya había llorado suficiente, que no lo necesitaba porque ya tenía quién se interesara por lo que escondía mi blusa blanca, que estaba cansada de quitarme el sostén buscando que me pusiera boca abajo sobre la mesa con la blusa en el cuello, el pantalón en las rodillas y su lengua en mi oreja.. No se escandalice, sólo soy sincera. No pregunté, no dije una sola palabra y las veces que levantó la cabeza buscándome, puse mis ojos sobre los suyos, bien erguida, sacando pecho y sostenía la mirada hasta que fuera él quien desviara intimidado. Al terminar de comer insinuó una palabra, pero quedó silenciada por el roce de mi cuerpo con su espalda cuando me acerqué para levantar el vaso. Sin embargo, salió sintiéndose bien ¿Qué cómo lo sé? Señora, el orgullo brota de los hombres del mismo modo en que a las mujeres se nos sale lo mamá frente a un recién nacido.
Estoy absolutamente solo y recuerdo ese día, porque fue ahí cuando se me hizo evidente, me diría tiempo después. Abandonó mi casa y caminó por el parque hasta llegar a la avenida 68. Vio novios que buscaban un lugar para dar rienda suelta a su exhibicionismo solapado, las ganas le pueden al miedo, decía mi papá; hombres que corrían solos y hombres que lo hacían con sus perros, sintió lástima por los perros. Deambuló hasta llegar a un sitio que sus ojos ya habían visto, desde antes, desde una vida remota, en la que la casa era un alma más de las que él suponía acompañan por toda la eternidad el alma propia. Metempsicosis. Quizás fue padre, abuelo, madre, hermano o el perro que trotaba encadenado a su amo.
Todo me lo decía igual: asustado. No paraba de mirar los muros de ladrillo limpio y constantemente frotaba sus muñecas. Se acercaba a mi oído como si hablara del desflore a una puritana en una iglesia de pueblo. Era un niño al que castigaron rodeándolo de los peores criminales porque olvidó que a la guerra no se juega con el arma del abuelo.
Lo habían recluido hace años. Desde que llegó a ese sitio era la primera vez que iba a verlo, nunca supe porqué. Aunque después de todo quedé muy asustada, ahora estoy segura que no fue el miedo la razón de la ausencia. Sin embargo, luego de tantos años, de la distancia prolongada, al verme no hizo ningún reclamo. Tristemente debo decir que más que miedo sentí compasión. Su mirada no era la que todos los que conocieron la historia creerían. Era la misma, tal vez un poco esquiva, pero la misma. Se parecía mucho a la de aquel día en el que en mí ganó la preocupación al orgullo y fui a buscarlo después de dos meses en los que todos ya habían parado de preguntar por él. Creíamos había cumplido la promesa, hecha a fuerza de tristeza, de suicidarse si nada cambiaba. Lo encontré sentado sobre un parlante en la cocina; absorto en la lectura de tres libros, saltando de uno a otro, con el cigarrillo, que por la mancha amarilla en su boca, daba la impresión de no habérsele despegado en sesenta días. Estaba limpio, usaba la camisa azul, la negra se secaba en la ventana, y el mismo pantalón café roído en la bota. Cuando levantó la cabeza sentí que, de haber conocido el futuro en ese instante, me hubiese transportado a la visita atestiguada por el ladrillo ¿Cómo eran sus ojos, me pregunta? Devastados, señora, dos cuencas vacías y destellantes de lágrimas. Al verme dijo que esa misma tarde iba a llamar. Lo invité a almorzar, dijo que no, una hamburguesa, un sándwich, aceptó pero con la condición de no preguntar nada. Le cumplí.
Ese día fue la última vez que me habló de Stevenson, lo hizo mientras el café se enfriaba en la mesa y yo le pedía que al menos comiera su sándwich. No sé si usted lo conoce bien, pero supondría que sí, cuando habla se pierde totalmente. Decía que existían almas viejas y la de él era de las más antiguas, que si mirara atrás en la historia, todos los grandes se suicidan porque es de almas grandes el desencanto del mundo, mas no todos los suicidados son grandes —daba mordiscos pequeños a los bordes de queso que sobresalían del pan—. Basta una mirada a la ciudad para recordar qué nos hace vivir aquí y la necesidad inmediata de un suicidio colectivo. Equilibrio, Leticia, la balanza a la que le hace trampa la justicia mirando por debajo de la venda. Tú Leti, lo sabes tanto como yo, nunca has tenido una subida a tu favor. —Tenía razón señora, pero lo que nunca pudo ver es que él también era el peso en el lado opuesto—. No sé si escuchaste alguna vez de una leyenda que cuenta que a los suicidados, hechos ya espíritu, se les da una condena. No, la visión cristiana tiene poco de verosímil, una leyenda más profunda, más ligada al reconocimiento de la maldad humana. No te digo que “intente” o “busque” reconocerla, sino que lo hace en sí misma y para todos. Pero de este tipo de condena también hacen parte los vivos, y más los que infortunadamente crean de algún modo: poetas, escritores, pintores, escultores, etc. No sé cómo explicarte. Supongo que conoces El extraño caso del Dr. Jekill y Mr. Hyde. Sí, todos leen ese libro. Sabías que tiene una historia un tanto oscura, paranormal. Es muy conocida, es extraño que no la hayas oído. Toda la obra se basa en la vida de un hombre: un ciudadano inglés, gentleman de té a sus horas, médico de renombre, ser humano íntegro, asistente asiduo de la iglesia, ferviente padre, amoroso esposo, destazador y ladrón. Había conformado una banda con unos raterillos de esquina y entraba a las casas en las noches, robaba y mataba a los dueños. No necesitaba dinero, creo que lo supones, así que todo el botín lo llevaban sus compañeros para el opio. Una noche, fue atrapado. Los móviles de la captura son confusos: alguien lo delató, corrió con mala suerte, no se sabe con certeza. Cuando lo llevaban hacia el patíbulo toda Londres se sorprendió, el Gran Médico era el asesino. Stevenson se obsesionó con la dualidad que la religión resumió en carne y espíritu. La condición humana se condensó para el escritor en ese hombre y empezó el trabajo arduo de contar sobre alguien que era uno con el sol y otro con la luna. Duró mucho tiempo intentado y más se acrecentó el interés al enterarse que escapó cuando los cómplices pagaron al verdugo para que le permitiera usar bajo la camisa un cuello de metal que lo salvara de la horca. Reemplazaron el cuerpo con el de un mendigo que ajusticiaron en la víspera. Escapó, nada más se supo de él. Los círculos de intelectuales lo recordaron cuando la novela se publicó, pues sabían de la obsesión, todos admiraban al escritor a pesar de que éste les decía que sólo fue un escribano.
Él la dictó cuando yo no encontraba forma de contar, repetía Stevenson. Y los demás preguntaban ¿quién? Se presentó una noche luego de semanas de intentarlo, era un vapor acuoso, una neblina de lluvia que imprecó a mis manos, sabía que era él, el Doctor, por su llegada silente a través de los muros; relucía alrededor de su cuello el metal que lo libró y con la voz sosegada con que recetaba a sus pacientes, me dijo que si es mi historia la que quieres contar, siéntate y escribe. Fue una epifanía, Stevenson sólo lo escuchaba mientras en una noche profesó todo lo que deseaba decir.
Nunca dirías, Leticia, que fue un artilugio de marketing, aún crees en hadas y duendes. Todos los que conozco, yo mismo, incluso sin saber del médico, sentimos cuando leímos la novela, que alguien abriría la puerta del cuarto, que se paraba a leer por sobre nuestros hombros y miramos constantemente hacía atrás, no pudimos detenernos en toda la noche ¿entiendes ahora la condena?, le dijo a Stevenson qué debía escribir porque era la forma de purgar sus asesinatos. Todo el que lee los recrea, hace que los viva de nuevo, pero con el dolor a la inversa. Ya el corte en el cuello, el hígado en la mesa no son cosas ajenas, el cuello y el hígado son el doctor que se ataca a sí mismo: es su cielo deformado.
La condena es la relectura. Parecerá de vistazo una locura. Pero creo que algo de magia habrá de quedar en el mundo del zapping y el maniquí. Si creemos que ahora la literatura debe equipararse a la televisión, tener los mismos giros sorpresivos de argumento que una serie gringa ¿no pensarías que es más sensato creer en el Escritor, en el creador también como un verdugo con cargo de conciencia y pesadillas en las noches, pero verdugo al fin? Imagínate, Leticia —Decía extasiado, no paraba de mover las manos y de hacer bailar su pie como al son de un ritmo contagioso—, qué hubiese hecho ése escritor, con e minúscula, si Campo Elías, el de Pozzetto, se le presenta y le narra su historia. Le dice que debe escribirla, como si lo mandara El Juez de Las Vidas Terminadas a recrearse, a sufrirse por siempre. Y no digo que el que escribe haga una especie de reivindicación del mal o de un papel dado por un dios pequeñito que encuentra en él la oportunidad de limpiarse así la consciencia, como un mal director que, para defenderse de las malas críticas, acusa a sus actores, de no contar la historia tal cual la hizo. Sino como un dios infinitamente inteligente que pone a su actor a ensayar y a ensayar, hasta que encuentre sus fallas dramáticas.
Nunca pensé que todo eso tuviese tanto trasfondo, de haberlo entendido así, me habría esforzado por leer entre líneas. Yo sabía desde siempre cómo ella lo había afectado. Pero creí que todo refería a él como verdugo-escritor, que se creía elegido al igual que Stevenson. No vislumbré siquiera hasta dónde llegaría. ¿Por qué no vino antes?, quizás usted habría sido el bordón que necesitó. No hay excusa señora, yo intenté buscarla cuando él estuvo tan deprimido, pero en el hotel siempre decían que usted ya no se hospedaba allí. Tardaba mucho en encontrarla de nuevo. La busqué muchos años y hace tan sólo dos días pude al fin hablarle. No es sorpresa que sea ya muy tarde. La plata no era suficiente. Fue horrible señora, yo llevé los policías para que abrieran la puerta a la fuerza, pues todas las veces que fui a buscarlo un olor extraño salía de su casa, creía que era él quien lo expelía, pero cuando lo capturaron, la mujer que amaba, por la que se encerraba a leer los tres libros, a fumar ansiosamente, estaba en su casa, la encontraron en la nevera: un pedazo del torso con los senos mutilados, una pierna despostada como las de las vacas en las famas y una olla puesta, en la que se guisaban con diversas verduras, dos filetes de una de sus nalgas. Lo vi acercarse a mí entusiasmado, forcejeando con los policías y sonriendo como nunca antes. No sabía qué pasaba, pero cuando hablé con él, tiempo después lo entendí. Señora, visítelo usted, tal vez pueda convencerlo de que nadie contará su historia. Con su ayuda quizá consigamos siquiera que no lo amarren a la cama
Dicen que es por mi bien —no cesó de repetir— pero Leti, tienes que ayudarme. Si no muero, el círculo nunca estará completo y nada habrá tenido sentido.