EL DESAYUNO DE LOS CAMPEONES

DESAYUNOHace unos días me encontré con un amigo cuyo criterio en cuestiones de libros respeto mucho. Él me dijo, mostrándome los dedos de su mano, que había tres escritores de ciencia ficción que idolatraba: el primero era Philip K. Dick; el segundo, Cornell Woolrich, más conocido como William Irish; y el último, Kurt Vonnegut. He leído a Dick y comparto la admiración. De Woolrich, hasta ese momento oí hablar. De Vonnegut he leído dos novelas y, aunque ahí no se lo dije porque no había terminado esta novela, no creo que esté a la altura de un Dick, por ejemplo, o al menos yo no lo metería en mi top tres de nada.

La novela es divertida, hace sonreír y de vez en vez hasta puede uno caer en una carcajada corta. Más allá de que por partes la haya sentido un tanto inconsecuente y tediosa, más por la forma en la que están construidos los párrafos y por el exceso de polisíndenton que me exasperaba, disfruté mucho los argumentos de las novelas escritas (y no escritas) por Kilgore Trout, personaje que usa Philboyd Studge, para contar la historia.

Hay que sumarle que se torna interesante el modo en que Vonnegut parece hilar un montón de gags, más propios de un cine actualmente en desuso, para contar una historia con tintes de fábula para niños extraterrestres. La tierra, su funcionamiento y sus trivialidades, explicados con dibujos cada tantas párrafos para el deleite de unos niños de un mundo distante que, quizá un día cuando ya todo esto no sea más que ruina, encontrarán en El desayuno de los campeones un modo de entender muy bien qué clase de cosas pasaban con las personas que vivieron aquí.

Eso sí, es probable que se encuentren con una novela llena de digresiones, irrupciones y microrrelatos que a la vez que trastocan la línea argumental también nutren el relato central. Una novela genial y divertida que a mí, personalmente, no me gustó lo suficiente para poner en mi top tres de nada.

Y es que tengo un método de medir cuánto me gustó un libro: el número de subrayados que le haga… y en este, no tengo uno solo.

Vonnegut, Kurt. El desayuno de los campeones. Anagrama. 1999.

SUICIDIOS EJEMPLARES

Voy a intentar hacer un comentario a todo libro que vaya leyendo. Será algo corto, sin pretensiones teóricas ni de ningún tipo. Solo un comentario, para que ustedes, si quieren y les anima, le echen también una leída al libro y me compartan sus impresiones en los comentarios. Hoy, para empezar: Suicidios ejemplares, de Enrique Vila-Matas.

vilaHe tenido una relación amor-odio con Vila-Matas. Muchos de sus libros me exasperan por lentos y por estar llenos de alusiones a otros autores (en algunas oportunidades con párrafos enteros, textuales y carentes de cita). Sin embargo, este libro es una gran compilación de cuentos. Aún me cuesta ver al español como cuentista, más cuando cada una de las historias que aparece en Suicidios ejemplares son solo eso: una historia, un cuento en el sentido más esencial de la palabra. Hay en el primer relato, Muerte por Saudade, una referencia a un poeta portugués al que dedica gran parte de su libro Extrañas notas de laboratorio; alusión que, no obstante, no adopta ese mismo tono distante y parafraseador que tanto me incomoda en sus novelas.

Un gran libro. Un libro para gente que le gusta escribir, como (desde mi perspectiva) es casi todo lo que escribe Vila-Matas. La diferencia con sus novelas: en este libro hay cierta libertad representada en historias sólidas que no se difuminan para dar prelación a esa espiral de envanecimiento a la que parecen condenados todos los personajes de sus novelas. Espiral que no está ni siquiera en un cuento que, por el título, su presencia parecería obligatoria: El arte de desaparecer.

«(…) De pronto, una noche, muertos ya todos, Anatol comprendió que estaba solo, completamente solo en el mundo, y notó esa sensación de extravío que se siente cuando, en el camino, nos volvemos atrás y vemos el trecho recorrido, la vía indiferente que se pierde en el horizonte que ya no es nuestro. (…) que era cierto eso de que cada hombre lleva escrita en la propia sangre la fidelidad de una voz y no hace más que obedecerla.»

De El arte de desaparecer.

Enrique Vila-Matas, Suicidos ejemplares. Editorial Anagrama. 2000

De viaje (I)

Genrus

DSC_0260.JPG_1Nombras la distancia que saliva y que te salva; eres este viaje.

No digo que no esté padre hacerlo a través de los libros, pero creo que siempre es mejor si los echas en una mochila y te los llevas de viaje. Creo que una de las mejores cosas que he aprendido los últimos veinte años de mi vida, es que para viajar lo único que se necesita es una mochila.

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UNA HISTORIA DE AMOR (Fragmento)

Esta historia empieza cuando Abel se dio cuenta de que estaba completamente solo. Cuando entendió que Dios solo acompaña como un amor lejano. Cuando sus ojos se encontraron con los míos alumbrados por el rayo de sol que se colaba por entre las sombrillas una tarde de septiembre en una plaza de café al norte de la ciudad. Cuando no pudo dejar de mirarme y recordó qué significaba mirar al cielo desde el fondo del mar.

Esta historia empieza cuando Santiago, quien nunca había buceado, balo la luz intensa de otro día de septiempre, me miró a los ojos y dijo que ya no más. Cuando me rompí con su golpe agudo. Cuando creí imposible para un ser humano, tan cualquiera como yo, soportar el dolor de su ausencia y el latir insistente del recuerdo hecho desamor, promesa rota, mano vacío, cama sin nadie y pies fríos.

Esta historia empieza cuando Isabel, que sí había buceado con Abel, un día que no me contó, le dijo que ya no más sin mirarlo a los ojos. Cuando Abel creyó que las cosas del mundo al mundo vuelven, pero las cosas de Dios son una pulsión constante, cálida y eterna. Cuando Dios fue absorbido por su dolor hasta desaparecer y le dejó en su lugar la certeza de que las cosas del mundo hace milenios no importan a Dios. Cuando, con la mano desmayada y triste sobre su pecho, entendió que el resguardo de la ilusión deífica no protegía contra los embates de la memoria, menos contra la nostalgia y su color de daguerrotipo.

Esta historia, en definitiva, comienza como cualquier otra historia de amor: rota.

APLASTADO POR LA MIERDA

Entonces yo era un tipo perseguido por las nostalgias. Siempre lo había sido y no sabía cómo desprenderme de las nostalgias para vivir tranquilamente.

Aún no he aprendido. Y sospecho que nunca aprenderé. Pero al menos ya sé algo valioso: es imposible desprenderme de las nostalgias porque es imposible desprenderse de la memoria. Es imposible desprenderse de lo que se ha amado.

Todo eso irá siempre con uno. Uno siempre anhelará tanto rehacer lo bueno de la vida como olvidar y destruir la memoria de lo malo. Borrar las perversidades que hemos cometido, deshacer el recuerdo de las personas que nos han dañado, quitar las tristezas y las épocas de infelicidad.

Es totalmente humano, entonces, ser un nostálgico y la única solución es aprender a convivir con la nostalgia. Tal vez, para suerte nuestra, la nostalgia puede transformarse de algo depresivo y triste, en una pequeña chispa que nos dispare a lo nuevo, a entregarnos a otro amor, a otra ciudad, a otro tiempo, que tal vez sea mejor o peor, no importa, pero será distinto. Y eso es lo que todos buscamos cada día: no desperdiciar en soledad nuestra vida, encontrar a alguien, entregarnos un poco, evitar la rutina, disfrutar de nuestro pedacito de vida.

Yo estaba así todavía. La locura merodeaba y yo la eludía con conclusiones vacías.

EL REGIONALISMO ES PARA PROVINCIANOS

Acaba de arrancar El Desafío y me fue inevitable no recordar esa efigie al odio mutuo que fue El Desafío, la lucha de las regiones. Y es que si algo sabemos los colombianos es odiarnos unos a otros, también decir que los costeños no se bañan y que los bogotanos no se bañan y que los santandereanos no se bañan y que somos un país de gente que no se baña aunque, creo, todos nos bañemos todos los días. Quizá por eso dice Fernando Vallejo que somos un país de gente con la sangre sucia y como gente sucia que somos, nos paseamos orgullosos de nuestro hedor mientras nos tapamos la nariz por el hedor de esos que se pasean orgullosos de su hedor junto a nosotros.

Lee uno en Twitter, bastión de la opinión sensata y coherente, que en Ibagué todos son maricas, que en Antioquia todos son ladrones y putas, que en Cali todos son niches y guisas, que en Santander planchan con la mano y la gente es color rodilla, que en Pasto todos son idiotas, que en Pereira todas son putas y reguetoneros, que en la costa la pereza es la bandera y que si uno viaja a la Guajira con una novia buena,  le toca ir alistando unas cuantas cabras para pagar el rescate a un guajiro atravesado que se encapriche con lo de uno. Y lee uno decir de los bogotanos… los bogotanos merecen párrafo aparte.

Bogotá es la ciudad de nadie pero a la que todos atacan y a la que se vienen todos. Los bogotanos son esa gente que no hace nada bien. Las bogotanas no tienen culo ni saben bailar salsa, son más insípidas que un beso de boba, aunque nadie haya besado una boba. Los bogotanos son feos, simples, la tienen pequeña y se mueven menos que una loca coja. El nacido en Bogotá es frío, aristócrata de vereda, distante, mala gente, odioso y nunca da una sonrisa a la gente amable y amorosa de las otras regiones que llegan a la capital a despotricar de cosas que no conoce y a escupir a la cara de la ciudad en la que trabajan y estudian y de la que opinan sin saber qué ha pasado, solo porque en sus ciudades todo estaba más cerca, se podían ir sentados a las siete de la mañana y la gente siempre estaba dispuesta a darte un abrazo cuando te sentías solo y no como aquí, que la única opción de contacto fraterno es la hora pico en Transmilenio. El bogotano, para resumir, es todo lo que está mal en el país.

La gente nacida en Bogotá cada vez es más aunque queden pocos bogotanos verdaderos, y con verdaderos me refiero a eso que los paisas llaman paisas, es decir, hijos, nietos y bisnientos de paisas. Bogotá es una ciudad de nadie y por la que nadie aboga. Los paisas defienden su terruño haciéndose los pendejos con haber parido al doctorcito Uribe, lo defienden porque lo sienten suyo. Pero qué se puede pedir de una ciudad donde la mayor parte de sus habitantes está extrañando las distancias familiares de la tienda de don Pacho con la casa de la abuela, o cómo en el pueblo todos conocían a todos y si lo veían a uno triste en el Jeep Willis, de una le iban zampando su trago de aguardiente, o también cómo en la cuadra se armaban las fiestas y la gente sacaba sus picós y la champeta se acompañaba con ron. Esos que llegaron aquí buscando trabajo, mejores oportunidades, se apretujan en Transmilenio por algo más de una hora —en Bogotá todo queda a algo más de una hora— soñando con sus tierras llenas de matas y de solo matas, mientras desdeñan de una ciudad que no es suya y en la que habitan siempre con desprecio y queja. Y entonces ahí aparece el bogotano como el hijueputa del paseo.

Y es que el bogotano, como habitante de la capital, se adjudica el derecho de llamar provinciano a todo aquel que no sea de Bogotá en al menos dos generaciones. Todo lo que no es Bogotá es provincia y pueblo. Milan Kundera dice que el provincianismo podría definirse como la incapacidad de (o el rechazo a) considerar la propia cultura en el contexto general. ¿Es provinciano quien no se reconoce como parte de un contexto más amplio y vive añorando la plaza de mercado y a su tía cuya casa quedaba a diez minutos caminando entre grandes y frondosos árboles? El problema no es añorar, sino suponer que porque el lugar que habita no es como en su fantasía, ese lugar está mal y por lo tanto es válido atacar desde su frustración de no tener en sus terruños las mismas oportunidades que se tienen aquí.

Hace poco una mujer que sé estudia aquí y que es oriunda de un pueblo del Tolima donde su familia tiene mucho dinero, me explicaba por qué debemos votar por Peñalosa y también por qué Petro es un alcalde inepto y tiene a la ciudad hecha una mierda. Estudia derecho, esa carrera de gente que cree saber más de lo que en verdad sabe y que fingen más de lo que en verdad pueden. Cuando le pregunté por cuánto tiempo llevaba viviendo aquí y me respondió que tres años, no pude más que levantarme y escupirle a la cara. Ese tipo de gente es el tipo de gente al que el bogotano llama provinciano. Y no es porque vengan de la ciudad de los narcos y de las putas, o del Tolima donde todos tienen cara de cerdos, o de Cali donde todas son guisas, no… es por la misma razón que lleva a Kundera a asegurar que un país como la República Checa cae en provincianismos frente al resto de Europa: la imposibilidad de amalgamar lo que son con la totalidad que los rodea para crecer y buscar su lugar en la cultura que, ellos mismos y solos, asumen como superior. ¿Por qué buscar el daño de sí mismo en el desprestigio de su propio espacio? Es como cagarse en la esquina de mi apartamento y luego acusar al conductor del bus que me lleva al trabajo por el hedor insoportable que acosa mi hogar.

Esa actitud de mi amiga (bueno, ya no creo que me quiera de amigo), abogada ya casi formada y cretina en potencia, no es solo idiosincrasia de ella y de la gente fea del Tolima. Ella, con todo lo pretenciosa y con toda el atrevimiento que le da la ignorancia, representa el talante del colombiano que habla de los otros colombianos por trivialidades como el color de su piel o por el bañarse o no bañarse, o por el tamaño del pene y del culo. Así mismo, representa al provinciano promedio que caga en donde come y desdeña de un alcalde a favor de otro sin conocer qué ha pasado en la cuidad en los últimos veinte años. Todos, de una u otra manera, somos provincianos. Seamos o no color rodilla, bailemos o no salsa, tengan o no padres, abuelos y bisabuelos bogotanos, como yo.

YO OPINO PORQUE OPINAR ES IMPORTANTE

Algunos meses atrás, uno de esos portales donde publica gente importante y famosísima de la red social más inteligente de toda la interné me hizo una invitación para tener una «columna de opinión» en sus parcelita digital. Me sentí halagado. ¡¿Yo?, todo un opinador!, me dije con admiración mientras me miraba asombrado en el reflejo de la pantalla del computador. Me embargó una felicidad desconocida para mí: la felicidad de creer que mis opiniones respecto a cualquier tema podrían ser interesantes para un montón de gente que no conozco, y cuyo desconocimiento y falta de interés son recíprocos.

      En los breves segundos que duró la emoción de parecerme a Obdulio Gaviria o a la niña esta «depordios» (guardando la distancia de amor a los animales), se me ocurrieron cinco mil temas de importancia capital para el sostenimiento del mundo. Temas que serían la envidia de Hunter Thompson, del mismísimo Foster Wallace cuando escribe Hablemos de Langostas; obvio, seguramente los versados en el difícil e incomprendido oficio periodístico, me dirán que ellos no hacían columna de opinión sino crónica, de un modo tan genial que inventaron una ruta por donde se copiaron los demás. El periodismo, siempre a la vanguardia de la novedad.

    El caso fue que estaba yo ahí, asombrado de mí mismo, sintiéndome genial, ambulando los tortuosos caminos de los temas fundamentales para la humanidad y de los cuales escribiría para gente vital en mi existencia, cuando recordé que en esencia soy pobre. Y pensé: una vaina tan difícil como escribir, debe ser remunerada en proporción. Pregunté a los directores del portal y ellos, muy corteses, me respondieron que era un ejercicio comunitario, de apoyo mutuo por construir un lugar para la opinión libre, opinión crítica, al margen de la institucionalidad dominada por intereses políticos y censuras morales y económicas. En resumen, la utopía que soñó Tomás Moro pero en términos de opinadero digital. Algo así como una comunidad jipi sesentera pero sin tanto pipí bamboleante y más bien palabras de libertad, opiniones tozudas y profundas: Mayo del 68 pero con buen diseño. En definitiva, eufemismo más, eufemismo menos, iba a regalar mi tiempo, mis palabras, mis temas fundamentales para la humanidad, solo por el regodeo solaz de poder decirle a mis «amiwis» del Twitter que tenía una columna de opinión, mientras mi texto generaba visitas al portal y yo seguía vendiendo mis libros para comprar cigarrillos. Una oportunidad cuyo desaprovechamiento sería una estupidez tan grande y profunda como mis temas.

     Luego, por alguna extraña razón, recordé que tenía un blog. Un blog cuyo tráfico, si bien no inmenso, sí es fiel en visitantes. Recordé que cuando solía subir mis cuentos aquí (cuentos de 8-15 páginas), había un número fijo de visitas y pues que leyeran o no, eso no importa para el periodismo New Age. VISITAS, eso es todo. Y me dije: Don Bruno, haga contracultura, abajo el opinoterrorismo, viva la libertad de morirme de hambre y de perder el tiempo escribiendo columnas de opinión donde solo gana WordPress por el tráfico. ¿Y por qué que gane WordPress (grandes terratenientes de las parcelas digitales) y no un portal nuevo, nativo, prometedor? Por una razón simple: porque no se me da la gana. Respuesta irrebatible.

     Con esta entrada inauguro una nueva etapa en este blog. Abierto durante muchos años sin ningún fin, ahora tiene un fin: hablar la mierda que quiero y sobre los temas fundamentales en mi columna de opinión semanal donde haré lo mismo que hace todo el mundo con su columna de opinión: hablar mierda de nada y para nada y luego decir que fue muy importante para el mundo lo que un don nadie tenía para decir y que ustedes no me entienden porque la genialidad de un periodista de opinión se mide por la incapacidad natural de no poner una coma donde se le requiere sino de exigir un lector inteligente y ávido de recibir la buena opinión de quien se atreve a perder media hora de su vida escribiendo sandeces desgastantes e intrascendentes para la gente.

    Perdonarán ustedes mi falta de experticia en la opinadera. ¿Por qué escribir una columna de opinión? Mejor, ¿por qué no escribirla? Si todos la escriben, ¿qué lo detiene a usted? ¿Son sus sandeces de autoregodeo onanista narciso menos importantes que las de cualquiera? Este es un espacio abierto, si quiere yo también le abro su espacio y le dejo opinar. Quería hablarles de la mandinga afrocubana, pero decidí opinar sobre las columnas de opinión. Gracias por perder el tiempo. Esto es periodismo, ¡de opinión!, no espere buena ortografía… ni opinión verdadera.

Los abandonos

Martín vio desde la ventana de su casa la caravana de los que se iban. Coches viejos tirados por caballos o por bueyes. Reconoció al boticario, al médico, a doña Lucidia con sus telas e hilos arrumbados en una esquina, tapando apenas un baúl ocre y ajado; más adelante a don Carmelo, el dueño del billar; a Eduviges con sus seis gallinas montadas sobre un maletín escarlata, viejo y tan grande como un clóset actual. Se fijó especialmente en Mariana, su primer amor, quien iba sola, sin esposo o hijos. Ella giró para mirarlo. Le dijo adiós, otra vez, con los ojos. Ana María, parada junto a Martín, no notó la despedida, tampoco la nostalgia con la que él la devolvió con una mirada fija y larga conteniendo las lágrimas.

—¿Adónde van todos? —preguntó Ana.

Martín se quedó en silencio unos momentos. Si hubiera respondido de inmediato, le habría costado mucho disimular la tristeza y contener el llanto. Esperó hasta que la figura de Mariana, metida entre un vestido de flores rojas sobre fondo beige, fuera ocultada por la nube de polvo y la distancia para responder.

—Lejos. Van lejos, mi amor. Deberíamos hacer igual —dijo sin despegar la vista de la calle. Todas las personas con las que un día compartió, estaban ahí.

Los recuerdos vinieron en tumulto, él los disipó con un movimiento de la mano fingiendo indiferencia.

—Yo no me voy para ninguna parte. No voy a abandonar a mi mamá ni a mi papá. ¿Quién les pondrá flores en la tumba? —Ana María se alejó de la ventana.

La caravana era larga. Allí iban todos: ancianos y niños. A paso lento abandonaban el pueblo seguidos por la polvareda del camino, tan viejo como las casas de la plaza y la iglesia. La gente callada. Los pasos lentos de quien no quiere partir. Las miradas insistentes hacia atrás. Alguna mano en alto que le decía adiós, solo a él, porque nadie más se quedaba. Oyó el ruido de trastos golpeados en la cocina. Conocía ese ruido de frustraciones anteriores.

—Vamos a comer pasta y arroz —gritó Ana María desde la cocina. La voz quebrada de tristeza, pero simulando rabia.

Cuando la caravana fue una mancha que se difuminaba en la curva del camino, Martín se retiró de la ventana. Fue a la cocina. Abrazó a Ana María por la espalda. La besó en la mejilla.

—La tendremos difícil, aquí solos —pegó su cuerpo al de ella, más pequeño y suave. —Podremos, yo sé.

Por un instante Martín se convenció de sus palabras. Suspiró con resignación. Cerró los ojos, la abrazó fuerte y la beso quedándose con la boca pegada a su mejilla con fuerza.

—Te amo —la acarició las manos sobre su vientre. —Gracias.

—Yo a ti, mi amor.

Martín fue a su mesa. Se asomó otra vez al camino: una mancha más difusa. Agarró el cuchillo. Encendió un cigarrillo. Comenzó a sacar tajadas de madera empujando la hoja hacia adelante. Daba vueltas a la pieza en su mano. Cortaba un poco aquí, otro más allá. Sacudía el cigarrillo en un cenicero que él mismo talló. Media hora después miró a contraluz la figura. Ahí estaba La Virgen de San Clemente, aún rústica, áspera a los dedos. La movió en varias direcciones buscando pedazos que pudieran aún sacarse con el cuchillo. Cuando estuvo seguro de que ya no había qué sacar con la hoja, tomó la lija y la pasó por la madera. Soplaba. Miraba en alto la figura de nuevo. Lijo hasta que la virgen estuvo tan lisa como una porcelana. Sopló. El cigarrillo se había consumido solo sobre el cenicero. Encendió otro. Puso la figura junto a otras once iguales.

Hizo cuentas. Si acaso pudiera venderlas todas, tendría 120 mil pesos. Había que restarle lo del pasaje de ida y vuelta hasta Santa María, si es que encontraba cómo llegar. Estaba seguro de que a San Clemente, ahora que era un pueblo sin nadie, lo habrían sacado de las rutas de los buses. Iba a ser difícil, pero no sería la primera vez que fuera difícil. Ana María lo llamó a la mesa. Puso el plato: arroz, pasta con trozos grandes de cebolla y tomate, un pedazo minúsculo de carne y una limonada en un vaso sudoroso. Enredó la pasta en el tenedor. El primer bocado tenía un intenso sabor a cebolla. Tuvo arcadas. Tragó.

—Está muy rico —mintió.

Dieron algunos bocados en silencio.

—Creo que buscaré trabajo.

Martín no respondió.

—Con el pueblo vacío, va a ser más difícil que vendas tus tallas…

—¿En qué trabajarás? —interrumpió Martín.

—Puedo arreglar las casas de la gente… —convencida.

—… no hay gente, amor. No hay nadie.

—Allá por los lados de La Morena, arriba en la vereda, están las casas de los ricos. Ellos no se fueron, ellos no tienen miedo.

—¿Por qué lo tendrían? —negó con la cabeza. —Ellos son el miedo.

—Da igual. Sé que allá encontraré trabajo. Eso es grandísimo, hay mucho para hacer. Pagan bien. Puedo lavar, planchar, ordeñar las vacas, cocinar.

Martín miró la pasta y la revolcó con el tenedor. No sabía cómo iba a hacer para comérsela toda sin vomitar. Dio un trago a la limonada y rápido se echó un bocado que bajó con más limonada.

—Cocinar… sí —dijo Martín.

Ana revolvía la comida, mirando el plato sin comer.

—Guárdalo para la noche o para mañana al desayuno.

Luego de levantar los platos, ambos se sentaron frente a la casa. Martín simulaba leer un libro. Ana María con la aguja de tejer inmóvil en su mano, mirando las casas cerradas con cadenas. El camino vacío, distorsionado por el calor.

—Van a volver, yo sé —dijo de repente Ana María.

Martín levantó los ojos del libro.

—Sí, volverán —las cadenas parecían garantía de eso.

—Por eso no podemos irnos, ¿ves? Aquí está todo lo que somos. Allí, en esa esquina, murió papá… lo mataron. ¿Recuerdas?

—Sí —mintió. Él no estaba con ella. Aún no se conocían.

—Mamá se mató en esa casa. —se calló. —¡Qué triste! ¡Qué egoísta!

—A veces solo debes importar tú. Solo tú. Tu mamá, imagino, ya no podía más con la tristeza de lo de tu papá. Está en paz —lo recordaba; no la muerte sino las recriminaciones a doña Carmenza.

—No Martín, uno vive por los otros y para los otros. Sin los demás no existimos, no somos nada.

Cerró el libro. Pasó los ojos por el pueblo vacío. Los pájaros cantaban anunciando la tarde. Sólo eso se oía.

—No somos nada, tienes razón —le dijo seguro de que no entendería.

—Mamá  fue egoísta. Yo la necesitaba y me dejó sola. No tenía a nadie. De no ser por ti, me hubiera muerto de hambre. Por los otros existimos, ¿entiendes? Sin ti yo hubiera desaparecido. Mira, allá, al lado de la ceiba, fue donde el cura este Manolo o Manuelo, no me acuerdo cómo se llamaba, se le declaró a Carmelita. Eso fue un escándalo; igual se casaron y se fueron a vivir a la ciudad. ¿Recuerdas?

—Sí, recuerdo —mintió, otra vez. El único cura que había conocido fue a Samuel, un viejo que amaba la cerveza y despotricar del gobierno.

Martín imaginó a las personas. Esa, la calle principal, en sus mejores épocas. Los novillos corriendo bajo los adornos multicolores de las ferias. Los niños jugando a retarlos para correr despavoridos cuando el animal los miraba. Las mujeres temerosas escondidas en los marcos de las puertas, viendo cómo los hombres se envalentonaban con las bestias y las lazaban entre jadeos y sudores. Todo lo vivo que ahora sólo era una quietud de nadie.

—Los otros… —suspiró Martín —no existimos sin los otros. ¿Vamos o te quedas más?

—Ya voy. Quiero ver el atardecer.

Ana María se quedó sentada en el pórtico esperando a que se encendieran los faroles. Le gustaba contarlos. Decía uno en cuanto se iluminaba el primero y así hasta que se encendían los trece que alcanzaba a ver desde su casa. Esperó y esperó, pero sólo vio las siluetas de las cosas en la oscuridad. Entró. Martín tallaba a la luz de una vela.

—¿Cortaron la electricidad? —preguntó Ana María acercándose luego de ajustar la puerta.

—Marco también se fue. Era él quien prendía la planta eléctrica. Vamos a estar sin corriente al menos esta noche. Mañana voy a ver si puedo encenderla. Ya es muy tarde —habló sin mirarla, concentrado en la pieza de madera.

—¿Qué haces? —Ana María llevaba tantos años viéndolo hacer vírgenes, que reconocía cuando la figura era otra cosa.

—Una figura para mí.

—¿Qué es?

—Un novillo —se lo enseñó acercándolo a la vela. —Bueno, hasta ahora es la idea de un novillo, pero ya le sacaré al palo el novillo. Ya lo será.

Ana María se paró a su espalda a verlo trabajar, movida por la curiosidad de una figura distinta. Le miró las manos blancas adornadas de vellos negros sobre los dedos y el dorso; vellos finos que les daban un aspecto más fuerte y masculino. Recordó la primera vez que él le acarició la cara y sus palmas eran ásperas, con pellejos endurecidos por el trabajo. Con los años esa dureza desapareció. Solo de vez en vez alguna herida producida por el cuchillo se endurecía en sus palmas, pero sus manos casi siempre eran suaves, delicadas, con una fuerza medida en la rutina de la sutileza necesaria para la talla. Aspiró el humo del cigarrillo que Martín sostenía entre los labios con la cabeza inclinada y un ojo entrecerrado. Tuvo deseos de fumar. Desde que quedó embarazada no lo había vuelto a hacer, ni siquiera cuando perdió el bebé y la tristeza casi la mata. Se dijo que ya no había tiempo para desperdiciar en vicios.

Martín seguía sacando hojuelas de madera. La forma del novillo se hizo clara luego de un corte profundo y un golpe sutil con el que se desprendió un pedazo grande que rodó por el suelo.

—Amo cómo haces todo sólo con la imaginación —dijo Ana María desde atrás.

—Así somos los artistas —respondió fingiendo soberbia.

Ana fue a la ventana a mirar a la calle. Abrió los faldones de su saco. Y a contraluz, Martín la miró y pensó en un murciélago bajo la luna. Siguió tallando. Ella acercó una silla y se sentó a su lado. Cruzó las piernas. El rostro de Martín se veía extraño. Las sombras que proyectaba la vela hendían sus facciones dándole un aspecto de muerto de días.

—Hay que arreglar la luz pronto. No me gusta estar así, me da miedo.

—¿Miedo de qué? Ya no hay nadie.

—No sé, sólo me da miedo —miró sus ojos hundidos en una sombra negra.

Estuvieron un rato en silencio. Ella alternando los ojos entre su cara, sus manos, el novillo y las siluetas de las edificaciones afuera. La luna estaba llena, plena en el cielo atiborrado de estrellas titilantes. Martín tallando.

Al terminar, la levantó para verla mejor a la luz de la vela. La lijó. Le pasó los dedos y le pidió a Ana que hiciera igual.

—Está muy suave. Está lista.

—Sí, está lista. La idea es que quede lisa y suave.

Ella la tomó. La acercó a sus ojos para ver mejor los detalles de la cabeza: los ojos, los hoyos del hocico.

—Quedó muy bien. La venderás a buen precio. A la gente le gustan los toros.

Sin responder Martín tomó otro pedazo de madera y comenzó de nuevo. Ana esperó. Luego cabeceó en la silla.

—¿Vas a tardar mucho? —le preguntó.

—Una media hora. Tengo que aprovechar que tengo la mano caliente. Voy a hacer algunas cositas más, vírgenes o no sé, algo, unas dos más y voy a la cama. Necesitamos surtido, las vírgenes, ahora que no hay nadie, se complican.

—¿Mañana salimos juntos? Yo voy a La Morena y tú  a vender, ¿sí?

—Mejor dame dos días. Para ir a la fija y no perder tiempo ni plata.

—Bueno. ¿Qué hora es?

—Ocho y veinte —dijo Martín sin mirar los relojes. —A esta hora ladran los perros. ¿Los oyes?

Ana aguzó el oído. Se concentró cerrando los ojos, pero no oyó más que las hojas de los árboles movidas por el viento y un tintineo lejano y corto como de un badajo que roza levemente una campana.

—No. No escucho nada.

—Es que hasta los perros se fueron —le sonrió sin mirarla. —Hasta ellos, Ana María.

—Voy a dormir, no tardes.

Se levantó. En la cocina encendió otra vela que llevó a la habitación. Martín detuvo su cuchillo para ver la pared donde la sombra de Ana desnudándose se proyectaba. Reconoció la delgadez de su cuerpo, las puntas de sus pezones cuando ella alzó los brazos para atarse el pelo. Y todo lo que de perfecto había en el movimiento del camisón cayendo sobre su cuerpo desnudo. La deseó, pero siguió tallando a Mariana, tal y como la recordaba.

Fue por Mariana que llegó a ese pueblo. La conoció cuando trabajaba en la mina. Ella llevaba el almuerzo a su papá y a su hermano que trabajaban allí con él. Ambos murieron cuando un túnel se desplomó por una lluvia de dos días y los sepultó. Nunca se pudieron sacar los cuerpos de ninguno de los 15 mineros que murieron. En esa muerte se acercó a ella. Primero para un pésame cortés que con los meses se convirtió en un consuelo de besos y sexo a escondidas de su mamá. Mariana tenía 16 años, él iba a cumplir treinta.

Se enamoró. La quería tener siempre cerca, su boca en su boca. La añoraba como si estuviera muerta, aún cuando ella estuviera recostada a su lado. No hallaba forma de que al tocarla pudiera sentirla real. Toda ella parecía un sueño, una alucinación que no soportaba la edificación de nada real a su alrededor.

Un día, recostados en su cama, Mariana le dijo que se iba. Su mamá quería comenzar de cero, en otro lugar, lejos del recuerdo persistente de sus muertos. Se estaba yendo con ellos al hueco. A Martín se le abrió la tierra a la espalda y cayó solo por la oscuridad. Una caída de la que tardó en reponerse. Cuando pudo levantar cabeza, Mariana ya estaba lejos. La quietud de la tristeza lo detuvo en conmiseraciones inútiles. No quería perderla.

Indagó con vecinos. Trabajó turnos extras por tres años. Años en los que cuando no trabajaba, dormía; así no pensaba. Se hizo un animal. Puso en automático su vida para reunir el dinero necesario para hacerse cargo de Mariana y su mamá. La conocía bien. Sabía que estar con ella, era estar con su mamá. Fue a donde le dijeron, a San Clemente. Preguntó en la terminal de buses. Un hombre de un camión le dijo dónde vivía, según él, les había llevado las cosas desde el otro pueblo.

Cuando tocó a su puerta, toda su ilusión se desvaneció. Mariana lo miró con gesto interrogativo, no lo reconoció. ¿Sí?, preguntó. Martín se dio la vuelta sin decir nada. Caminó por donde había venido esperando sentir su mano agarrándolo, oír sus pasos apurados a su espalda, pero nada de eso pasó. Volvió a la terminal de buses. Se sentó en una banca con las manos entrelazadas sobre sus muslos, la mirada puesta en unas hormigas grandes y rojas en fila sobre la tierra, puso su bota cortando la fila y matando unas cuantas y lloró en silencio.

Pensó en irse. En viajar a la ciudad donde no sabría nada de ella. De repente se sintió muy cansado. Muy triste. Decidió quedarse esa noche y viajar al día siguiente. Frente a la banca había un hotel. El dueño, quien también atendía, le preguntó si venía a trabajar en la construcción del puente. Martín dijo que sí para no hablar más. A su lado, un hombre gordo y bien vestido se presentó. Era el ingeniero a cargo de la construcción, quien viendo su cuerpo fuerte, sus manos grandes y curtidas, lo contrató de inmediato. Lo invitó, también, a una botella de ron. Hablaron de la casualidad, del amor, de Mariana y de la mina. Se hicieron buenos amigos.

Martín trabajó en la construcción por varios meses. Dormía en un container adaptado como vivienda con tres camas y un baño, que compartía con dos compañeros obreros. Al terminar la jornada, solía ir a comer a la tienda-restaurante de don Carlos, frente a la plaza. A diario veía a Mariana pasar de camino a la iglesia a misa de seis, llevando de la mano a un niño de pequeño, dos años cuando mucho, y agarrada del brazo de un hombre joven y bien vestido. Martín miraba sus manos sucias y callosas, su ropa vieja y nada a la moda y se decía que así estaba bien, que era lo mejor. Extendía involuntariamente su mano para acariciar a la distancia la figura diminuta de Mariana. Pasaba sus dedos siguiendo los contornos de su silueta, tocándola sin tocarla como cuando sí la tocaba y sentía que no la asía.

Sin darse cuenta, sin entrenamiento previo, una tarde en que de casualidad tenía un pedazo de madera —traída por descuido seguramente desde la construcción—, agarró el cuchillo con el que almorzaba y comenzó a tallar esa silueta. Cada que la veía levantaba la figura ante su cara, cerraba un ojo e intentaba acoplarla lo más exacto a ella. Tajaba, limaba, pulía hasta que un día embonó perfecta con la Mariana real y lejana.

Talló tantas figuras de Mariana como veces la vio pasar por la plaza. Le quedaron tan bien: el velo sobre la cabeza, el cuerpo lánguido, que una mujer le preguntó que si era la virge. Martín miró la figura, la comparó con la estatua puesta frente a la iglesia y dijo que sí, más para que no preguntara más, que porque encontrara parecido verdadero. La señora le ofreció diez mil pesos por una figura. Después aparecieron más señoras que querían comprar. Cada vez la figura se parecía más a la virgen y menos a Mariana. Renunció a la obra. Se sentó en una butaca frente a la tienda y extendió un pedazo de lona en el suelo, sobre él acomodó sus figuras con un letrero que decía «Hecho a mano»

Ahí se quedó, solo, viendo a su amor ser feliz sin él. Invisible. Mirándola a la distancia, soñando con su olor y con el recuerdo de su cuerpo. Mariana cargada de bolsas, vestida a la moda con ropa cara. Se había convertido en una de esas mujeres que nunca miran más debajo de su hombro. Altiva, elegante, fría y extraña.

Desde la butaca vio por primera vez a Ana María. Iba a la cabeza del cortejo fúnebre de su mamá, sostenida por los codos por vecinos y amigos. Lloraba perdida, ausente de su entorno.

—¿Quién es? —preguntó a don Carlos. Solo tenía curiosidad.

—La hija de doña Carmenza. La vieja se mató anoche. Dicen que fue por su esposo. Desde que lo mataron no levantaba cabeza.

Los dolientes estaban entrando a la iglesia. El sonido del órgano llegaba hasta la tienda. Eran las dos de la tarde. El calor insoportable y bochornoso por el cielo cubierto de nubes, lo hizo quedarse dentro de la tienda, recostado contra el marco pensando en Ana María.

Al día siguiente la volvió a ver aún vestida de luto. Iba a la tienda para que don Carlos le fiara algunas cosas mientras encontraba trabajo. La muerte de su mamá la había dejado sola y sin plata. Martín la oyó desde la calle. Oyó la negativa culposa de don Carlos y la inmediata retractación por lástima. Le entregó lo que pidió. Regresó cada semana por dos meses. Don Carlos dijo que no, que no podía fiarle más hasta que no le abonara algo a la cuenta. Martín entró, sacó una cerveza de la nevera, le dio un sorbo. Ana María tenía las mejillas rojas y jugueteaba con las cintas sueltas de su vestido mirando al suelo.

—Dele lo que pide, don Carlos. Yo pago. —dijo Martín.

Ella se volvió y lo miró con los ojos enrojecidos. Se intuía en su gesto que rechazaría el ofrecimiento, pero el hambre no le dio para la dignidad.

—Pide suficiente para un par de meses. No te preocupes por lo que cueste —quería no darle tiempo para hablar y que así, no rechazara el mercado. —Luego me pagas, cuando te acomodes.

—Es que no consigo nada —suspiró Ana —y estoy sola.

—No hay problema, cuando puedas. De verdad, cuando puedas —la tranquilizó Martín. —¿Una cerveza? ¿Jugo? ¿Algo?

Ana recibió un jugo y lo tomó de pie mientras pedía arroz, leche, pan, etc. Martín no le habló más ni la invitó a sentarse. Su acto no tenía segundas intenciones como sugirió con su comentario don Carlos luego de que ella se fuera.

—Esa es presa fácil. Ya tiene la mitad adentro.

Martín lo ignoró. Salió a tomar su cerveza en la banca esperando clientes.

Esa misma noche, antes de que terminara de recoger su atado de figuras, Ana llegó con un plato tapado con otro.

—Quería darte las gracias —le dijo con timidez —te preparé una bobadita.

En el plato había comida caliente. Martín comió con placer. Ella lo miraba en silencio.

Las cosas no mejoraron para ella. Era evidente que cocinar no era lo suyo, así que trabajo como sirvienta le iba a costar trabajo. Poco a poco, Martín comenzó a hacerse cargo de comprar mes a mes comida para ambos. La condición era que ella cocinara para él y le llevara almuerzo y cena hasta la plaza. En general, cuando no se le iba a la mano en la cebolla, la comida de Ana era mala, pero no incomible y a Martín no le importaba.

—Me gustas, Ana —le soltó de sopetón una noche. Era cierto.

Martín puso el plato en el suelo. La acercó tomándola de la cintura. La abrazó poniendo su cabeza sobre sus senos. Ella le acarició con falso descuido el pelo. Martín usó el latido de su corazón, que escuchaba desbocado, como aval para un beso. Se levantó. Ana se sorprendió de lo alto que era, de lo grande. Su cuerpo era una piedra de músculos. La espalda amplia y el cuello grueso. Le pareció que sus brazos tenían el grosor de su cintura. Su mano, aún áspera por la mina y la construcción, le raspó en la mejilla. Ana se estremeció, le temblaron las piernas y se puso roja con la cara caliente. Martín la besó suave, dejó caer su boca en sus labios con una sutileza incoherente con la fuerza bruta que reflejaba toda su anatomía.

—Tú a mí, Martín —le dijo luego de que él alejara su boca. Lo besó.

El amor creció rápido. Ana se enteró de que Martín tenía mucho dinero cuando le propuso comprar una casa. Tenía suficiente para pagar más de la mitad del valor de contado. Podían pedir prestado el resto. La plata que ahorró para hacer feliz a Mariana, se convirtió en una casa sobre la calle principal. Una casa con pórtico, sala, dos habitaciones y un patio atrás con espacio suficiente para dos árboles de mango y una huerta pequeña. Compraron también unos muebles baratos y de segunda. Unos pocos que con el éxito de la talla, se fueron multiplicando y llenaron la casa completa. No sólo hacía vírgenes, sino que los vecinos trajeron sus fotos y pidieron tallas por encargo de familiares muertos. Los encargos los cobraba al triple. De Mariana no supo más. Ella sí de él. Pero ninguno se buscó, se extrañó más de lo que pudieron extrañarse. Siguieron sus vidas, ajenos a la felicidad del otro.

Con los años Martín dejó de pensar en Mariana. Se sorprendió a sí mismo una mañana en la que recordó que llevaba años sin que se le cruzara por la cabeza. Sin reparar en sus presencia en la plaza, sin notarla cuando iba a misa. Frunció los hombros, ella tenía su esposo y él la suya. Sin embargo, esa primera noche como fantasmas en el pueblo vacío, no podía sacarse su imagen de sus ojos diciendo adiós, sola en la caravana del éxodo. Su estómago le insistía con el recuerdo de su primera partida, de que quizás fue su culpa que todo se diera como se dio, al final, había sido él quien se tomó demasiado tiempo para buscarla. Todo dentro de él no existía; su hígado, sus pulmones, su corazón habían sido arrancados y lanzados sobre la tierra del camino. Un vacío completo que no rellenó ni el deseo que le provocó, minutos antes, la silueta desnuda de su Ana María. Tan perfecta.

Talló una Mariana de dieciséis años. Una Mariana inventada con el tacto anacrónico que de su cuerpo guardaba en las manos. Talló a don Carlos, a Lucidia, a Eduviges. Talló al cura borracho y gordo; a Marcos en su uniforme de compañía eléctrica, que él mismo cosió con ayuda de su esposa, y con su maletín para recoger el cobro semanal por el mantenimiento de la planta en la mano. Talló a un perro que lo acompañó por años en su butaca. El amanecer llegó iluminando un montón de figuras sin pulir sobre la mesa.

Ana María despertó. Preparó el desayuno mientras Martín seguía sacando figuras como una máquina china. Ana lo dejó trabajar, creía que se preparaba para los tiempos duros que se avecinaban. Ponía personas de madera, unas junto a las otras, sobre la mesa. Vino la noche. El amanecer. Al tercer día, Martín había tallado, con asombrosa fidelidad y parecido, a todos aquellos con quienes compartió, a quienes consideró cercanos de alguna manera; amigos o conocidos, estaban en la mesa; una versión a escala de un pueblo sin casas.

Fue hasta la habitación. Se paró junto a la cama y se inclinó para besar a su esposa en la frente. Le acarició las mejillas. Ella abrió los ojos y los cerró de inmediato, tranquila de saber que era él.

—Siento mucho nunca haber conocido a tus papás. Ahora, mi amor, más que nunca hubiera querido haberlos conocido, pude hacer algo si los hubiera visto —le susurró y la besó en los labios.

Fue a la sala. Metió su cuchillo, las tallas de la virgen y los pocos trozos de madera que le sobraron en un trapo que ató por las esquinas. Salió de la casa dejando las figuras, hasta la de Mariana, organizadas de tal modo que miraran todas por la ventana hacia el lugar por donde la caravana había desaparecido. Afuera, Martín tomó el camino de tierra siguiendo la misma dirección por donde se habían ido todos. El vacío en su estómago amainaba cuanto más se alejaba de su casa. Aún estaba oscuro, pero ya el día comenzaba a clarear con un tinte naranja rojizo en medio del gris sucio de las nubes cargadas. No miró atrás, nunca supo si por no ver los ojos —que él mismo había dado a sus personas talladas— atentos a su desaparición en la curva del camino o simplemente, para no arrepentirse y regresar.

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UN GRILLO-HEMBRA Y LAS ESTRELLAS

Para S., a quien se lo conté antes de dormir.

Un grillo violinista parece un cliché completo. En los lugares comunes, tan bien conocidos por todos, los grillos melancolizan el silencio con sus violines de dos patas. Las personas los oyen bajo los cielos encapotados de tristeza, en medio de las lluvias torrenciales que azotan las ventanas o los usan para hacer más tristes las tristezas profundas como un pozo, en las que caen por un amor desesperado que los llevará al suicidio. Esta, también es la historia de un grillo violinista. Mejor, y para menos cliché, la historia de un grillo-hembra violinista. Una grillo que tocaba el violín con un poco de frustración, de aburrimiento, apenas para ganarse la vida, pues lo que siempre quiso fue ser cantante de boleros sobre las tapas de los pianos. Le era sensual imaginarse sobre la madera lisa, su reflejo en el negro y los grillos gritándole que era hermosa. Ese, sin embargo, era el problema: no podía ser cantante-de-boleros-sobre-piano porque no era hermosa. Y todos, sin excepción, saben que las cantantes de boleros deben, por ley, ser hermosas y usar un vestido rojo.

Nuestra grillo-hembra violinista toca su violín, atrás, un poco a la izquierda del reflector cuya luz cae completa en la cara, bien maquillada, de la rana vestida de rojo. Ella toca, el arco en la mano y el violín sobre su hombro. Ve a la rana rodear sensual con sus manos largas como espigas verdes el micrófono. Aunque también usa tacones —es la exigencia del dueño del bar—, la grillo violinista sabe que nunca podrá tener tanto garbo en sus paticas chuecas como sí lo tiene la rana, esbelta como una modelo de pasarela.

La rana comienza el show: se mueve sinuosa, taconea ruidosa hasta el pianista, un viejo búho, ciego de tanta luz, vestido de levita negra y corbata de moño, quien la recibe mirándola con ojos de hambre. Cualquiera, en una situación distinta, diría que el búho la quiere engullir, pero no, solo la admira; quizás hasta esté enamorado de ella. Todos están enamorados de ella, no sería ninguna novedad. La rana pone la punta de zapato de tacón en la banquita junto a las plumas de la cola del búho, se cuida de no pisarlas. Se sienta sobre la tapa del piano. Cruza las piernas y canta desenredando el cable, mirando sonriente al público de sombras tras el fulgor del reflector. Canta. Mueve los labios rojos. Cruza y descruza las piernas.

La grillo, atrás, muy atrás, suelta notas dulces, afelpadas como si su violín fuera de terciopelo. Mira a la rana e impreca a Dios por haberla hecho un insecto lleno de patas y de ojos y de antenas y de oídos en el abdomen, en vez de un reptil liso y perfecto como la rana cantante-de-boleros-sobre-el-piano. La grillo también canta, en voz baja, apenas un susurro para ella misma. Y sonríe orgullosa al saberse mejor cantante que la rana. Ella sería mejor, no tiene duda.

Pero rápido se calla cuando el búho, con oído de ciego, gira 180 grados la cabeza y le lanza, con sus ojotes amarillos, una mirada que la hace sentir chiquitita como una hormiga obrera. Se calla y toca solamente.

La grilla toca el violín. La voz de  la rana exacerba a los asistentes al bar, se oyen aplausos, silbidos, alguien grita:

—¡Por ti cavo una laguna con mis propias alas!

Otro, más emocionado, promete dar su propia vida para que la rana nunca muera; es una mosca que dice:

—Come de mí, come de mi carne.

(Años después, la rana se hará famosa como compositora cuando venda una canción a un músico argentino, cuyo estribillo incluye esa frase; pero esa es otra historia.)
Todo el bar rompe en un sonoro batir de alas, de entrechocar de exoesqueletos, de zumbidos y aplausos justo en el momento en que la rana suelta sus últimas, jadeantes y sensuales notas de voz. Unos segundos antes de que termine la rana, la grillo ha parado también su interpretación con tres notas altas y tres golpes violentos del arco contra las cuerdas. Pero nadie lo notó, ni le aplaudió ni le prometió una noche estrellada para cantar juntos o un bosque frondoso y húmedo de rocío donde vivir para siempre. Nadie vio su brío de artista para cerrar el bolero.

La grillo espera, sin molestia, acostumbrada, el aplauso final que sabe sólo es para la rana. No importa la certeza de que sin su violín ese bolero estaría cojo. O que nadie la mire cuando los halagos llueven. O que ninguna de las flores que caen tenga su nombre en ella. No le incomoda, ya está acostumbrada.

Los reflectores se mueven persiguiendo a la rana, radiante en su vestido rojo, de boca fulgurante por el labial, que se escapa tras bambalinas dejando a su público como un amasijo de excitaciones confusas.

EL búho viejo hace su venía, se acerca a la grillo.

—¡Atrevida! —le dice tropezando con la pulga que tocaba los bongós. —Perdón —dice a la pulga y sigue para su camerino, dejando con sus ojos una culpa terrible en la grillo que sostiene caído el violín en una pata y el arco en la otra.

La grillo va al camerino, el mismo de la rana. Al sentarse ve sobre la mesa de ella, reflejado en el espejo junto al vestido rojo, un ramo grande de nenúfares en sus aguas. Un regalo de un admirador, seguramente, que como todos los regalos, la rana botará a la caneca tan pronto salga vestida de jeans.

Su mesa está vacía. No recuerda una sola vez que alguien le haya regalado flores ni nada. Y sabe que sí alguien lo hiciera, ella las llevaría a su hueco en la tierra y las pondría en agua hasta que mueran de muerte natural y no en las canecas entre basura.

La rana, lista de jeans, va de salida.

—Tocaste muy bien, Salomé. Sólo podía cantar porque me guiabas con el violín —le dice amable y agradecida antes de cerrar la puerta, antes de lanzarle un beso de diva con su mano larga. La grillo le sonríe de cortesía.

La grillo sale también unos minutos después. La calle está vacía. En su pata derecha lleva el estuche negro del violín, la otra metida en el bolsillo de su chaqueta. Canta queriendo ser rana vestida de rojo con los labios como una herida abierta. Canta y la luna es su reflector, las estrellas sus admiradores tenues tras la luz blanca. Canta aunque las estrellas no aplaudan. Canta; pero, lo sabe, le hace falta un violín que le guíe la voz, alguien a quién agradecerle hacerla mejor.

¿Y SU HIJA, DOCTOR?

Pensaba que todo era su culpa. No tenía duda. Pudo, es cierto, haber modificado el pasado para no padecer en el presente el destino trágico de haberse enamorado de su esposa, cuando aún no era su esposa. Escoger a María Marín —¿por qué no?—, ella que lo buscó con insistencia de fea, que le ofreció su amor incondicional desde el mismo día en que bajó del avión que lo trajo de vuelta desde México, hecho un médico respetable y erudito. María no estaba tan mal. Ese bigotito incipiente se quitaba con una Gillette recién comprada. Sus carnes abundantes pudieron hacérsele excitantes, a todo se le agarra gusto al final. En medio del embeleco por Rosario, su esposa, antes de ser su esposa, no se le ocurrió pensar en la descendencia. Una mujer hermosa, ¡qué estúpido!, como si las feas no sirvieran para lo mismo. Como si María no supiera cocinar. Como si no hubiera tenido un útero sino una monstruosidad mecánica e infértil metida en las entrañas. Vagina dentata. Qué estúpido, repitió sentado al borde de la cama, en calzoncillos, envuelto en el dulce efluvio de su Rosario, siempre, todavía, tan bella.

Era la quinta noche en vela después de dos semanas de haber recibido las enigmáticas —pesadas como una lápida— palabras del excelentísimo, sempiterno, presidente de la nación mientras le estrechaba la mano en la tercera fiesta que ofrecía por su cumpleaños.

—¿Y su hija, doctor?, años sin verla.

La primera semana consiguió, más por inercia que por despreocupación, conciliar un sueño incómodo y repleto de sueños premonitorios con tintes de pesadillas paranoicas. Dejó de ir a la clínica que, él mismo y su Rosario, fundaron en la isla gracias a las ganancias de una mina de diamantes en África heredada de su papá al morir. Se pasaba el día entero sentado en el pórtico, el mar sonando, la sal royéndolo todo, mirando a su hija leer sus novelas en francés en la mesa del jardín. Sara tan alta, con esa explosión de caderas, de tetas redondas y de piernas largas. Su pelo negro y lacio ondeando al viento que le desordenaba la lectura. Era tan hermosa, aún para él que no podía verla como una mujer, pero sí imaginar cuán mujer la verían los otros.

Cuando Rosario le preguntó que por qué no iba a trabajar, él solo movió la mano en su cara con ese gesto histórico de no jodas, mujer. Y Rosario, siempre tan hermosa, no jodió y fue a hacerse cargo de pacientes anegados de malaria y de niños barrigones de lombrices. Clientes generosos, quienes tenían una gallina o un racimo de plátanos en retribución al milagro de las fiebres congeladas y de los escorbutos resecos. No le contó de su reciente función de guardia permanente de la dignidad virginal de Sara. Tampoco del miedo paralizante que le provocaba la imagen del dictador rechoncho desflorando a su hija en medio de un océano de babas y gemidos delgaditos, con esa voz de señorita disfónica de la que nadie, por orden divina de su plenipotencia, se atrevía a reírse. Él sí, ahí en su silla frente al pórtico, una risa segura en la bóveda de su cráneo. Aún así, uno nunca sabe si la policía secreta alcanzara a oírla, con todo eso de que el presidente tenía poderes sobrenaturales, ni en la intimidad hermética de sus pensamientos podía estarse tan confiado. Menos le dijo lo que dijo el dictador, presidente, o de la cara sabrosona que hizo al decirlo estrechándole la mano. No quería verla caer en histerias de señora, pero más que eso, que abriera la boca en imprudencias de señora. En esa época eran machistas, qué le vamos a hacer.

Debía pensar en un plan, aunque si se le miraba bien, tan quieto, era obvio que no tenía ninguno. Su inteligencia era admirada entre las gentes de la isla. Era uno de los pocos a quienes llamaban doctor, maestro, excelencia, por honor a lo su vasto conocimiento y no por orden del dictador-presidente. Pero eso no servía de nada cuando los alcances del dictador lindaban con lo metafísico, decían. Sus planes, los que pudiera elaborar, eran tan inútiles como los rezos de negros para curar la blenorragia. Así que para qué mentirse, solo le quedaba el arrepentimiento, la tristeza rabiosa e inabarcable de sus Hubieras.

Si bien se había abocado a la tarea extenuante, e inservible, de esconder a Sara; excusando la ausencia de su esposa y de su hija de las fiestas con las manidas latencias femeninas, todo como pasaba siempre con el dictador, era en vano. Frustrado maldecía a la biología, a la genética, al tiempo que se encarga de transformar lo bello en sublime; en angustiante y triste. Maldecía el momento en que bailó con Rosario y rechazó a María, quien estuvo sentada a su lado con los ojitos expectantes al próximo bolero. Maldecía que con Rosario entre sus brazos, hubiera comprendido que estaba irremediablemente, para toda la vida, enamorado. Debió correr como hacen los valientes. Huir de ese abrazo, de sus ojos glaucos, de ese olor violento y cálido que se le metió completo en el corazón para no irse nunca.

Luego, cuando ya fue suya, minutos antes de que lo fuera, pudo también renunciar. Decirle: no, Rosario, no te quites el vestido. En vez de eso, estúpidamente, le ayudó con la hilera interminable de botones. Le bajó la cremallera y oyó el frufrú del tafetán, del algodón y de muselina rusa, armónicos, cayendo pesados al suelo, como era moda en esa época. Se lanzó sobre ella con el cerebro en automático instintivo. Tomó ese cuerpo, sus pezones entre los labios como un niño; la redondez voluptuosa de sus senos entre las dos manos, con la furia del recién llegado y el afán de un hombre solitario, complicado para el amor, que era y siempre fue.

¡Ah, qué tonto el corazón caliente; qué simple la hinchazón de la entrepierna!

Se puso de pie, la cama chirrió al levantarse, pero Rosario no despertó. Se paró bajo el dintel de la habitación y detuvo su respiración para cerciorarse del runrún del sueño de Sara. Presto a enfrentar a cualquier matón de la policía, no tan secreta, del ubicuo presidente de la nación León Martín Márquez que se atreviera a franquear los límites endebles de su casa de familia. ¿Por qué no compró la escopeta que le ofreció el general Agüero a tan buen precio? Así hubiera tenido algo más que su puño desnudo, apretado con desespero, pegado a su cuerpo gordo y nada atlético.

¡Qué impotencia ante la omnipotencia de miedo en la que se regodeaba Márquez!

Las palabras seguían rondando su cabeza. Su vocecita mustia se repetía en el recuerdo. La cara porcina relamiéndose los labios con lascivia, lo arrojaba a una melaza de asco, rabia e impotencia, sobre todo impotencia. Cinco días sin sueño. Cinco noches enteras recorriendo los pasillos, asegurándose en cada ventana de que el pestillo estuviese bien cerrado. Un alma en pena, ojeroso y despeinado, deambulando aterrado, viendo el mar aparecer y desaparecer en cada ventana. Confundiendo sombras con esbirros, aleteos de pájaros lejanos con pasos furtivos y amenazadores. Cansado de seguir creyendo que María Marín hubiera evitado el acabose de la belleza heredada.

Espió la habitación de su hija. Entró pisando con cuidado y abrió y volvió a cerrar el pestillo de su ventana. Arropó su sueño dejando un beso vencido sobre su frente sudorosa. Hacía un calor inverosímil de cuatro de la mañana. La miró dormir unos minutos deseando proyectar desde su angustia de padre un halo tornasolado que envolviera a la casa entera. Una cúpula impenetrable dentro de la que Sara podría crecer y dar su cuerpo a un hombre que amara, como Rosario le había dado el suyo tanto tiempo atrás. Todo era su culpa; de Rosario no, ella qué podía hacer si también fue víctima de la genética de una abuela y de una mamá reinas de alguna cosa. Salió de la habitación. Caminó hasta la sala y se sirvió ron en un vaso de whisky. Se sentó junto a la ventana a mirar la negrura del mar. A imaginar cuántos barcos se tambalearían sobre el agua, muertos en la oscuridad absoluta. En para dónde irían y en por qué su Sara no iba ahí montada, huyendo rumbo a Cuba, a las Antillas, a cualquier parte de la lengua, de la verga y del poder metafísico del hijueputa de Márquez. Bebió medio del medio vaso que sirvió de un trago. ¿Irse? ¿Juntos? Si tan solo viviera en un país de verdad y no en ese burdel de negros armado por los gringos, de donde nadie salía sin que la omnisciencia de Márquez lo autorizara. Bebió el otro medio vaso y fue a servir más y terminó llevándose la botella para la silla. Servía y tomaba, uno en seguida del otro, sin emborracharse de tan ido que estaba ya en la contemplación de las posibilidades de escape, que más parecían sueños de pobre que opciones reales. Pronto el sol naranja despuntó en el horizonte. El calor se hizo más espeso, a la distancia podían verse ondulaciones sobre el azul verdoso del mar, gaviotas que caían en picada o pescadores que remaban sin prisa hacia altamar. Pero nada, a él no se le ocurrió nada para hacer, al menos no algo que tuviera buenos resultados.

El criado lo tocó en el hombro. Le preguntó si estaba bien. Y él dijo que sí. Le pidió un café bien negro y una esponja para limpiarse el sudor del cuerpo. El criado regresó con el café y la esponja. Preocupado por su amo, se paró a su lado sin saber qué decirle. No fue necesario que preguntara, porque el doctor, acosado por el secreto que lo devoraba de no saber qué hacer, le contó todo. El hombrecito, negro y minúsculo, lo escuchó en silencio, lo vio llorar, lo sintió tomarlo del codo y exigirle una respuesta, sin pronunciar palabra, solo asintiendo comprensivo.

—Está jodido, doctor… con todo respeto —le dijo.

—Estoy jodido, Colman, jodido… y sin nada de respeto —le respondió.

Esa misma mañana, cuando todos en la casa estaban despiertos y el doctor fingía bien su pose de hombre de familia despreocupado al desayuno, Colman trajo un sobre. Lo agarró mientras mordía el pan en el que acababa de poner mantequilla y vio en la esquina inferior derecha el escudo nacional en tinta roja. Sudando de miedo rasgó el sobre soltando el pan. Dentro encontró una hoja blanca, en papel grueso y ornado, donde se leía: Doctor Antonio Caballero, esposa e hija Sara, las palabras hija Sara venía subrayada tres veces. Era una invitación del benemérito señor presidente de la nación León Martín Márquez para celebrar, por cuarta vez ese año, su cumpleaños número 56.

Rosario quiso ver, pero Antonio le quitó importancia diciendo que era una invitación del presidente a una fiesta el próximo sábado. Sara, a quien no le interesaba saber por qué no podía salir a ninguna parte o por qué no la llevaban a las fiestas, leyó su nombre en la hoja y preguntó qué debía usar.

—Tú no vas —dijo Antonio.

—Ella sí va —dijo Rosario. —Antonio, no podemos seguir escondiéndola de por vida, Márquez te va a matar —tanto Colman como la cocinera, Rosario, Antonio y Sara, miraron involuntariamente alrededor luego de oír juntas las palabras Márquez y matar.

—Que me mate, que me mate entonces, pero Sara no va —susurró.

Márquez tenía poderes sobrenaturales.

—Sara va.

—Yo voy. ¿Por qué no puedo ir? —preguntó Sara inocentemente y a Antonio se le llenaron los ojos de lágrimas y le agarró la mano por encima de la mesa y dijo:

—Porque no… Debes estudiar para la academia francesa, no lo olvides.

—Ya sé todo.

—Antonio, es por el bien de todos. No seas terco, hombre —Rosario, tan bella… debió escoger a María, qué estúpido.

Las mujeres comenzaron los preparativos. Sara y Rosario compraron vestidos nuevos de cuellos altos, botones hasta la barbilla y faldones hasta los tobillos, a pesar del calor. Rosario compró dos sombreros de alas largas adornados con flores y que tapaban en gran parte la cara de Sara y la suya. El día de la fiesta, Rosario misma vistió a Sara abotonándole todos los botones, halando el vestido para abajo y enfundado sus pies en botines de cuero negro que cubrieran su tobillo.

—Parezco una mujer de páramo —dijo Sara sudando dentro del vestido.

—Cállate. ¿Te pusiste la enagua?

—Sí, pero ya me la quiero quitar.

—No te quitas nada, Sara. ¡Nada! Ni el sombrero, ni nada, ¿me entiendes?

No, Sara no entendía, pero dijo que sí. Era una muchacha muy inteligente como para no darse cuenta de que algo estaba pasando y de que la culpable era ella.

Vestidos, subieron al carro. Antonio sudaba. Planeaba excusas. Inventaba frases convincentemente respetuosas para no tener que presentar a la hija en la hilera que hacían los invitados formando un camino por el que cruzaba el presidente. Detuvo el carro en seco.

—¡Bájense! —ordenó a Sara y a Rosario con tanta vehemencia y violencia, que ellas obedecieron de miedo. No lo habían visto nunca así.

Las dejó vestidas, Sara agarrada del brazo de su madre, unos metros a la salida de la casa.

Antonio aceleró. Llegó solo a la fiesta. Cuando el presidente venía llegando a su lugar, posando su mano desmayada entre las manos de sus invitados y soltando comentarios que consideraba graciosos y de los que todos se reían de miedo y no de risa, le sudaba toda la espalda, le temblaban las rodillas y se le olvidaron todas las excusas que pensó de camino al palacio. Al fin, el presidente Márquez le tendió su mano enguantada de blanco. Antonio besó su anillo en un gesto cardenalicio que a Márquez le parecía digno de su grandeza.

—Su excelencia —dijo casi sin voz y se inclinó en una venia sumisa.

—¿Y su hija, doctor? ¿Otra vez desangrándose? —y rió con ganas mirando a sus escoltas que rieron con él y comentaron ofensas entre dientes.

—No pudieron venir, su excelencia. Pero le mandaron muchas felicitaciones. Ya sabe, señor presidente, las mujeres…

—No vaya a ser doctor Caballero que eso se le prenda. No queremos verlo pálido, desangrándose en la calle —pausa— de cosas de mujeres, digo —volvió a reír y sus escoltas también. Se alejó dando manos, comentarios, besos y risitas de puerco.

Antonio se creyó a salvo. Respiró profundo. Secó su frente con un pañuelo. Esperó a que terminara la solemnidad de la ceremonia y luego se bebió un trago de whisky frío.

De regreso a casa, casi llegando al lugar donde en la tarde hiciera bajar a Sara y a Rosario, un carro negro lo alcanzó. Antonio frenó, estacionó al borde del camino. Vio a dos hombres, grandes y macizos como simios, bajarse, cerrar las puertas con delicadeza y caminar hasta su ventana. Tocaron con dos golpecitos. Antonio bajó el vidrio.

—Doctor, El Jefe le manda un saludo, que mañana pasa por su casa a tomarse un tecito y desea, con muchas ganas, que Sara esté ahí. ¿Estará, cierto?

—Sí, claro —dijo Antonio intentando parecer tranquilo sin lograrlo, se lo confirmó la risa complacida de los dos simios volviendo a su auto.

No se sabe si fue el destino. Si Dios al final había recordado esa isla tomada por el mismo Satanás en carne de Márquez. Si fueron los rezos de Rosario o de todas las mujeres a quienes el dictador les había desflorado las hijas y odiaban, en silencio, al hombre que se ufanaba de sus noches candentes, con nombres propios, en alocuciones públicas. Pero esa noche, regresando de un burdel de su propiedad, el carro de Márquez fue alcanzado por ese grupo de resistencia clandestina que le había sido imposible erradicar, a pesar de los camionados de muertos comunistas y subversivos que salían de la ciudad con dirección al mar para no saberse de ellos más. Márquez fue interceptado por tres carros y dos motocicletas de donde bajaron catorce hombres armados con fusiles y dispararon sobre el carro primero, y después, cuando Márquez salió a devolverles el plomo, sobre su cuerpo gordo, pequeño y redondo. Dicen que Márquez cayó recitando una arenga, que mató a trece de los catorce, que su chofer también combatió como un héroe. La historia verdadera nunca se sabrá. Márquez no era adepto a la verdad y el mito se mantendría para siempre en la imposibilidad de seguir un rastro de documentos inexistentes, de periódicos verídicos o de personas dispuestas a hablar.

La noticia cayó como un haz de luz blanca y refrescante sobre la humanidad de Antonio Caballero. Respiró aliviado. Destapó una botella del mejor vino que tenía en su cava. Mandó a despertar a Sara y a Rosario y les sirvió una copa a cada una. Se dijo que sí, que lo mejor que había podido hacer era enamorarse de Rosario y no de esa gorda bigotona de la María. Ellas, somnolientas, bebieron un sorbito pequeño para no desairar al hombre de la casa, que parecía tan feliz como en los viejos tiempos. El entusiasmo las contagió y bebieron sorbos verdaderos hasta que acabaron la botella. Esa noche, después de tantas noches, Antonio por fin consiguió dormir. Un sueño largo, profundo y lleno de sueños donde las personas cantaban en las calles y los hombres besaban a las mujeres y un júbilo de esperanza inundaba los corazones de los habitantes, ricos y pobres, de la isla.

Pero… siempre hay un pero en toda historia que incluye un poder desmedido cuyos límites no son de este mundo. Ya lo saben, Márquez tenía poderes metafísicos, y a la mañana siguiente, muy temprano, Antonio lo comprobó. Los dos simios, agentes de la policía secreta que lo habían detenido la noche anterior, tocaron a su puerta estacionando el mismo carro negro frente a su casa. Colman abrió, llamó a su amo, quien palideció de asombro y casi rueda por las escaleras cuando los vio fumando sus cigarrillos y hablando animados en la sala de su casa.

—Doctor, El Jefe, dejó algunas recomendaciones para el momento de su muerte. Y, afortunadamente para usted y para honor de su familia, su hija hace parte de esas recomendaciones —dijeron con la tranquilidad con la que ofrecerían aspiradoras o enciclopedias

Antonio, confundido, pensó otra vez en María y lo estúpido que había sido al amar a una mujer hermosa. Un hubiera completo que ya, al fin, se había tornado trágico y redondo.

—¿Mi hija? —titubeó Antonio.

—Sí, su hija, doctor. Creo que sobra la advertencia de que cualquier resistencia será tomada como una afrenta, no solo a la memoria del excelentísimo señor presidente don León Martín Márquez, sino a la patria entera, a esta madre patria que tan bien nos recibe y nos quiere. ¿No es así, doctor?

—¿Mi hija? —preguntó otra vez Antonio con un hilito de voz.

El buen doctor, su hija y su esposa, fueron llevados todos juntos ese mismo día a las oficinas del gobierno. Allí, Antonio y Rosario fueron condenados a 25 años de prisión por ofensas y despropósitos contra la humanidad del excelentísimo prócer de la patria León Martín Márquez. Un juicio que duró media hora y al que no llegó ningún abogado.

Sara, la hermosa Sara, la inteligentísima Sara, fue enterrada viva junto al dictador y a otras dos jóvenes, hijas de hombres prestantes también encarcelados ese mismo día. Así rezaba en el documento que Márquez dejó con indicaciones para el momento de su muerte. Indicaciones que, según se supo después, reescribía cada tres o cuatro días, cambiando los nombres de las muchachas o los sucesores del poder. Algo atípico para un hombre al que todo un país consideraba inmortal, solo porque así lo mandaba el omnipotente dictador, padre y prócer de la patria.

De Antonio no se supo más. Su clínica, sus propiedades y su mina en África fueron expropiadas por el estado. Su nombre fue borrado, así como el de los padres de las otras niñas, de cualquier archivo o recuerdo de los habitantes de la isla, quienes seguros, ahora sí más que nunca, de los poderes metafísicos del dictador guardaron silencio para siempre.