Anoche soñé con un cuarto que se parecía al mío. En el sueño, una mujer vestida de negro y  a horcajadas sobre mí, se cortaba el cuello.  Al despertar, la certeza del sueño recurrente. Muchas mujeres distintas se cortan el cuello, sus pezones se insinúan tras el vestido. La sangre baja y el vestido es color vino. Estiro la mano a la izquierda, junto a mí la cama se siente tibia pero no húmeda. Isabel despertó hace poco, me digo. Prepara el desayuno porque hoy es domingo, el día de estar juntos, de hablar, de caminar, de preguntar. Lo necesario para convencer a los demás del amor que ya ninguno siente. Los vecinos. Los transeúntes. Los anónimos. La familia. A ninguno le importa mi desgano sexual. A Isabel sí, ella me dice que no, que a todos los hombres  les pasa. Sé que no es así, pero le respondo que sí, que debo estar cansado, que el taller me deja como un chupo. La verdad: está gorda, las tetas son sólo aureola, no se puede hablar de culo y en su sexo hay más pelo que en su cabeza que ya le calvea; pero le digo que sí, que a todos nos pasa. No puedo serle infiel. Me masturbo tres veces: en la ducha, luego del almuerzo cuando mi jefe cree que estoy defecando, y en la noche cuando Isabel cree que estoy defecando. Lleno tarros con el semen de la noche. Mientras mi esposa duerme mojo mis dedos y lo unto en sus labios, cuando se secan o lo ha lamido todo, pongo más, aumento paulatinamente la cantidad, cuando queda poco lo vierto en su boca abierta. Ella duerme mucho, yo tengo insomnio.

Me incorporo, la cama cruje. Las cortinas están abiertas y el cuarto huele a café, la casa huele a café. Busco mis cigarrillos sobre la mesa. Enciendo uno y aspiro lentamente la primera calada. La primera calada de la mañana entra brusca y me hace toser. Con la brasa en la boca busco los zapatos viejos que he usado los últimos cinco años solamente los domingos. Por la ventana se ven dos pájaros que acoplan sus movimientos al de las ramas mecidas por el viento. No ir contra la naturaleza, moverse con la tempestad. Sensatos, reflexiono. Un perro escarba una bolsa junto al poste, una señora pedalea un triciclo con una olla humeante, grita algo pero el sonido no llega hasta mi ventana. El resto de la calle es ocupada por la luz del sol y el viento que da voz a los árboles. Bajo la escalera sin apurarme. El olor del café es más fuerte. Un borboteo viene desde la cocina, un chasquido de aceite hirviendo, el estruendo de los huevos mezclándose en la sartén negra, sin verla sé que usa la negra de asa rota. No tenemos otra. El pelo de Isabel está recogido con descuido dejando el cuello al desnudo. Intento no hacer ruido mientras ella agita la sartén y lanza ojeadas a la leche que pronto hervirá. En vano. Me escucha y se riega. Gira su cuello blanco y peludo. Me sonríe, me saluda, estira sus labios, le muestro el cigarrillo, librándome del beso. Su ropa no es un vestido negro, pero imagino su cuello manando sangre y su bata blanca tiñiéndose hasta quedar rosa, no quiero sus piernas sólo el rosa de la bata.

Me sirvo café y ocupo mi silla en la mesa de la cocina. En la que quedamos frente a frente para jugar al amor. Estoy solo. Ella sigue preparando huevos y limpiando la estufa de la leche derramada. Abro el libro que leo. Un hombre mata a todos los ricos porque le deben, le deben ser ricos y él ser pobre, le deben ser poetas y él también serlo, le deben en todo caso. Qué estúpido, pienso mientras cierro el libro. Isabel ya está frente a mí, corta los huevos con el tenedor concentrándose  excesivamente en una tarea tan trivial. Me irrito y miro hacia otra parte. También tengo huevos para mí, pan y más café. Parto un pedazo del pan, lo uso como cuchara. Meto los dedos y la textura blanda y húmeda me hacen pensar en Isabel con las piernas abiertas. Miro con atención el plato buscando pelos negros, hirsutos, sebosos. No hay ninguno. Reprende. Usa el tenedor, me dice con tono de mamá. Mi mamá. Mi mamá que era buena. Que lleva veinte años amarrada a la cama con el pelo recogido igual que Isabel, amarrada de pies y de manos, con la cabuya y la piedra metidas en la boca. Mi mamá que lleva veinte años pudriéndose, en la misma posición que la dejé, con la espalda sobre el colchón desnudo, con la falda recogida hasta la cadera y los gusanos allanando todos sus orificios. Mi mamá puta.

El sofá de cuero negro resplandece con los rayos intensos del sol del mediodía. En esta oficina hay pocas cosas que te hagan sentir como en casa. Igual te sientas, mientras él te da la espalda, una espalda ancha apretujada en un saco de levita negro de hombros acolchonados. Piensas en el principito y las ilustraciones del mismo Saint-Exupéry, en su levita azul cielo y sus bordes rojos y dorados, en el zorro y el trigal ¿Era un trigal? O la rosa y el rey. No hay nada de Principito en aquel que se mueve y te ofrece agua o un café o mejor una agüita o un té, a todo te niegas con movimientos suaves de la cabeza. Ante todo ser suave, femenina, delicada, sobre todo para decir que no.

Te preguntas por qué sigues viniendo, por qué seguir inventando razones, si la razón siempre es la misma. Para qué contarle a ése, que nada sabe de tu corazón, que amarlo sí vale la pena, que no importan los años sin saber de la pasión, que no importan los besos ni los encuentros furtivos ausentes, porque ya estamos viejos y en la vejez son pecado los fluidos, la humedad y el desenfreno.  Eres su dique, oyes que te dice, y eso te trae de vuelta a la oficina bien adornada con reproducciones baratas de pintores cubistas, con pósters enmarcados en maderas pintadas de dorado. Se mueve entre las sillas, no viste cuándo se levantó, se asoma a la ventana con los brazos hacia atrás y las manos entrelazadas, se mece sobre los talones como insinuando un salto. Salta, cae, cae eternamente, cae al fondo del infinito, cae al fondo del tiempo.

—¿Un dique? —preguntas con la voz extraviada, como quien vuelve de un lugar lejano. Esperas. Esperas.

—Sí, un dique. Efectivamente. —enarca las cejas y te mira con ojos condescendientes, afirma con movimientos de cabeza trazando líneas diagonales. Ha puesto yema contra yema de sus dedos, se deja caer en la silla de cuero frente a ti, cruza la pierna.­ —Él es el agua que necesita contención ¿me entiende? En apariencia se mueve como las represas cuando hay poco viento, así con esas ondulaciones en la superficie, con garzas que echan ojeadas en busca de peces, libélulas que cazan insectos y mariposas de lenguas largas. Sobre él se refleja el sol estival ¿me entiende? Pero más allá, lejos, donde no hay playa, donde nadie se atreve a llegar nadando, está el muro de concreto, fuerte, macizo, gris; sin él no habría calma sobre las aguas, no podría el sol encontrar un espejo y el agua iría violenta montaña abajo, arrasando consigo piedras, casas, árboles y personas ¿Me entiende? Personas inocentes, que siembran la tierra, que llevan a sus hijos a la escuela, que compran pan o lo hornean, yo no sé ¿Me entiende? Y que obviamente, terminarán bajo las aguas muriendo de asfixia. ¿Me entiende?

—No

—¿No? Señora usted es profesional… —Remueve unos papeles sobre la mesa y levanta uno delante de su cara irritada por la máquina de afeitar ­—…vea usted, profesional de la literatura ¿así se dice? Y yo haciéndole imágenes poéticas y todo, sin saberlo le di en la vena del gusto. No nos hagamos los tontos, que el tiempo vale, mi tiempo vale ¿Me entiende? —Despega la espalda de la silla, pone los codos sobre sus rodillas con dificultad por su barriga abultada —No hagamos las cosas más difíciles, la deducción es recurso de buenos lectores. Sé que me entiende.

Sientes el aliento de menta, de goma de mascar y de perfume costoso. Te digo Isabel que no lo escuches. Lo entiendes. Pero en tu cabeza están mis palabras, las advertencias, los recordatorios como zumbidos de moscas insistentes. Te disipo, te traigo de nuevo a mis besos evadidos y a mi asco que conoces. Repites que no, que no entiendes, que por favor sea más directo Doctor Manrique.

—Su esposo está enfermo. Su enfermedad es peligrosa. Pero no se asuste, no se preocupe que como lo dije: usted es el dique. Sólo usted puede contener las aguas y mantenerlas como hábitat de pacíficos bichos…

Bichos al fin. Bichos como los que mato cuando estás desnuda bajo la ducha. Cruzas ahora tú la pierna y el vestido deja ver tus rodillas enfundadas en unas medias oscuras. Él mira tus piernas y deseas que esos ojos sean míos, que su lascivia sea mía. Halas el vestido de un lado, cubres un poco los muslos y dejas las pantorrillas a los ojos del gordo. Te sientes deseada, la ropa interior que vestiste frente a mí, con la que paseaste el cuarto esta mañana, la que no vi, la que no me importó, es ahora relevante. Está pegada a tu piel, metida en tu cuerpo y es suave. Eres consciente de la tanga, del sostén y de las medias. Pero no soy yo. Descruzas. Te levantas. Vas a la ventana por la que antes creíste añorar el salto del Doctor Manrique y le preguntas: ¿bichos que vuelan, que rompen la superficie para alimentarse? Mientras buscas tras el cristal alguna paloma, una polilla, un águila, un halcón, un perro que cruce la avenida por la que pasan personas buscando alimento sobre la superficie tranquila y revoltosa que es la cuidad a medio día.

—No le entiendo qué me quiere decir. Me interesa que se sienta como un muro resistente, indispensable más que nada. Sin usted, él estaría perdido, desbocado. ¿Me entiende?

—Claro, claro. Entiendo la parte en la que soy indispensable. Pero ¿Qué hago si estoy lejos, allí donde nadie se atreve a llegar nadando, si estoy muerta, fría y hecha de un gris profundo? ¿Cómo interfiero contra los “bichos”? Eso es lo que no entiendo. Dígame doctor. La superficie es calma y ondea con el viento. Más abajo la turbulencia, las cosas que se mueven a la espera de ser llevadas fuera por un bicho que sobrevuela ¿Cómo sirvo en mi condición de piedra a la contención de “eso“? —Remarcas la palabra entonando diferente. Caminas por detrás de su silla y le hablas desde atrás como hace él cada vez que vienes. —Si de vidas se trata, créame que lo menos que quisiera es una masa de agua desbocada, arrasando niños y padres felices. Quiere decir, que usted supone a mi esposo un asesino aletargado por la frialdad de mi muro…

—…Diría mejor por la firmeza de su constitución.

—Eso es claro, la metáfora fue bien lograda… el símil, es la palabra correcta. Pero le repito ¿Puedo yo contra las garzas y las mariposas? Me pide usted que esté junto a él como lo he estado siempre y como pretendo seguirlo estando. ¿Con eso el problema está resuelto? ¿Así nada se desbocará en él? —Mira hacia atrás desde el lugar en el que le hablas, la barriga lo limita, sin embargo las miradas se cruzan, la desvías rápido. Te mueves a un sitio donde no pueda verte. Sigues mi consejo, eres una buena niña te dices pensando en mi voz que ahora tiene un tono dulce. Soy una buena niña te repites. Sonríes escudada en la invisibilidad que da no ser mirada. —Si a eso se limita todo, no tiene de qué preocuparse no pretendo dejarlo.

—Pídale que venga, Señora Isabel. Quisiera hablarle, hacer que mi diagnóstico sea más preciso. Desde el primer día que vino, hemos trabajado sobre él sin que esté presente. Quizás si viniera podría decirle qué hacer con los bichos, decírselo a él y no a usted pues su papel ya ha quedado claro. ¿Me entiende? ­—Te busca. Se levanta tras de ti. Te toma del brazo y te devuelve a la silla. Lo sigues sin decirle nada. Vuelves. Te sientas y cruzas sin cuidado las piernas. Te quitas el saco porque el calor es insoportable. El escote muestra la línea en medio de los senos. Una línea escasa, apretada, abultada. Sientes sus ojos en tus tetas, en tus piernas, en tu boca que ya no tiene rastros del labial. Mis palabras como moscas insistentes. Halas tu falda y la blusa hacía arriba. Lames tus labios y cruzas los brazos bajo tus tetas. No voy a ir, me lo has pedido muchas veces y nunca respondo nada, le dices al doctor y su mirada regresa a tu cara. Recuerdas qué te he dicho, qué te he advertido de las invitaciones a tus sesiones. Pero tu mente está en blanco, sólo puedes pensar en una garza y en una mariposa, clavadas con alfileres a una tabla de madera rústica, mientras mi mano arranca pluma a pluma, pata a pata y saca los ojos y rompe la lengua larga. La garza, la libélula, la mariposa… todas son putas, recuerdas, te repites.