Martín vio desde la ventana de su casa la caravana de los que se iban. Coches viejos tirados por caballos y por bueyes. Reconoció al boticario, al médico, a doña Lucidia, con sus telas e hilos arrumbados en una esquina, tapando apenas un baúl ocre y ajado; más adelante, a don Carmelo, el dueño del billar y a don Carlos, con su vitrina aún llena de panes amarrada con una cabuya para que no se le descolgaran las puertas; a Eduviges, con sus seis gallinas montadas sobre un maletín escarlata, viejo y tan grande como un clóset actual. Se fijó especialmente en Mariana, su primer amor, quien iba sola, sin esposo o hijos.

Ella giró para mirarlo. Le dijo adiós con los ojos.

Ana María, parada junto a Martín, no notó la despedida de la otra mujer, tampoco la nostalgia con la que él la devolvió con una mirada fija y larga de lágrimas contenidas.

—¿Adónde van todos? —preguntó Ana.

Martín se quedó en silencio unos momentos. Si hubiera respondido de inmediato, le habría costado mucho disimular la tristeza y contener el llanto. Esperó hasta que la figura de Mariana, metida entre un vestido de flores rojas sobre fondo beige, fuera ocultada por la nube de polvo y la distancia para responder.

—Lejos. Van lejos, mi amor. Deberíamos hacer igual —dijo sin despegar la vista de la calle.

Todas las personas con las que un día compartió, iban ahí.

Los recuerdos vinieron en tumulto, él los disipó con un movimiento de la mano fingiendo indiferencia.

—Yo no me voy para ninguna parte. No voy a abandonar a mi mamá ni a mi papá. ¿Quién les pondrá flores en la tumba? —Ana María se alejó de la ventana.

La caravana era larga. Allí iban todos: ancianos y niños. A paso lento abandonaban el pueblo seguidos por la polvareda del camino. La gente callada. Los pasos lentos de quien no quiere partir. Las miradas insistentes hacia atrás. Alguna mano en alto que le decía adiós, solo a él, porque nadie más se quedaba.

Oyó el ruido de trastos golpeados en la cocina. Conocía ese ruido de frustraciones anteriores.

—Vamos a comer pasta y arroz —gritó Ana María desde la cocina. Simulaba rabia.

Cuando la caravana fue una mancha que se difuminaba en la curva del camino, Martín se retiró de la ventana. Fue a la cocina. Abrazó a Ana María por la espalda. La besó en la mejilla.

—La tendremos difícil, aquí solos —pegó su cuerpo al de ella, muy pequeño y suave —. Per podremos, yo sé —afirmó con duda.

Por un instante Martín se convenció de sus palabras. Suspiró con resignación. Cerró los ojos, la apretó fuerte y la besó quedándose con la boca pegada a su mejilla con fuerza.

—Te amo —la acarició con las manos sobre el vientre.

Martín fue a su mesa. Se asomó otra vez al camino: una mancha más difusa. Agarró el cuchillo. Encendió un cigarrillo. Comenzó a sacar tajadas de madera empujando la hoja hacia adelante. Daba vueltas a la pieza en su mano. Cortaba un poco aquí, otro más allá. Sacudía el cigarrillo en un cenicero que él mismo talló.

Media hora después miró a contraluz la figura. Ahí estaba La Virgen de San Clemente, aún rústica, áspera a los dedos. La movió en varias direcciones buscaba pedazos que pudieran sacarse todavía con el cuchillo. Cuando estuvo seguro de que ya no había qué sacar, tomó la lija y la pasó por la madera. Sopló. Miró en alto la figura. Lijó hasta que la virgen estuvo tan lisa como una porcelana.

Sopló y pasó la mano por la pieza para quitar el vaho de madera que se le había quedado pegado.

El cigarrillo se había consumido en el cenicero. Encendió otro y con el cigarrillo entre los dientes, acomodó la figura junto a otras once figuras iguales. Las contó con un dedo e hizo las cuentas poniendo y quitándole dedos a las dos manos.

Si acaso pudiera venderlas todas, tendría 120 mil pesos. Habría que restarle lo del pasaje de ida y vuelta hasta Santa María, si es que encontraba cómo llegar. Estaba seguro de que a San Clemente, ahora que era un pueblo sin nadie, lo habrían sacado de las rutas de los buses. Iba a ser difícil, pero no sería la primera vez que fuera difícil.

Ana María lo llamó a la mesa. Puso el plato: arroz, pasta con trozos grandes de cebolla y tomate, un pedazo minúsculo de carne y una limonada en un vaso plástico rucio y sudoroso. Martín enredó la pasta en el tenedor, luchando con lo poco que podía trinchar de la pasta hecha tiras cortas. El primer bocado tenía un intenso sabor a cebolla. Tuvo arcadas. Tragó.

—Está muy rico —dijo y la miró a los ojos esbozando una sonrisa

Ana María no lo miró ni dijo nada.

Dieron algunos bocados en silencio.

—Creo que buscaré trabajo —dijo Ana María con la mirada clavada en el plato y revolcando la comida.

Martín no respondió.

—Con el pueblo vacío, va a ser más difícil que vendas…

—¿En qué trabajarás? —interrumpió Martín.

—Puedo arreglar las casas de la gente… —convencida.

—… no hay gente, amor. No hay nadie.

—Allá por los lados de La Morena, arriba en la vereda, están las casas de los ricos. Ellos no se fueron, ellos no tienen miedo.

—¿Por qué lo tendrían? —negó con la cabeza

—Da igual. Sé que allá encontraré trabajo. Eso es grandísimo, hay mucho que hacer —como Martín no dijo nada, ella siguió—: La chica del billar, me dijo que pagan bien. Puedo lavar, planchar, ordeñar las vacas, cocinar.

Martín miró la pasta y la revolcó con el tenedor. No sabía cómo iba a hacer para comérsela toda sin vomitar. Dio un trago a la limonada y rápido se echó un bocado que bajó con más limonada.

Ana revolvía la comida, mirando el plato sin comer.

Luego de levantar los platos, ambos se sentaron frente a la casa. Martín simulaba leer un libro. Ana María, con la aguja de tejer inmóvil en su mano, miraba las casas cerradas con cadenas; el camino vacío, distorsionado por el calor.

—Van a volver, yo sé —dijo de repente.

Martín levantó los ojos del libro.

—Sí, volverán —mirando las cadenas.

—Por eso no podemos irnos, ¿ves? Esa esquina, ahí murió papá… lo mataron. ¿Recuerdas?

—Sí —mintió. Él no estaba con ella. Aún no se conocían.

—Mamá se mató en esa casa. —se calló.

—A veces solo debes importar tú… —no quería, pero no pudo dejar de sentir que se lo decía a él mismo.

—No, Martín, uno vive por los otros y para los otros. Sin los demás no existimos, no somos nada.

Cerró el libro. Pasó los ojos por el pueblo vacío. Los pájaros cantaban anunciando la tarde. Solo eso se oía.

—Tienes razón.

—Mamá fue egoísta. No tenía a nadie. De no ser por ti, me hubiera muerto de hambre. Por los otros existimos.

Apretó el tejido con las dos manos, como agarrándose de él para no caerse a un abismo. La voz le salía llorosa y desesperada:

—Sin ti yo hubiera desaparecido.

Pareció sopesar lo que acababa de decir y afirmó para sí misma con la cabeza. Relajó las manos, asió la aguja e hiló una puntada que detuvo sin terminarla porque el silencio era tanto que la llamaba, le hacía ruido adentro. Cedió:

—Mira, allá, al lado de la ceiba, fue donde el cura este Manolo o Manuelo, no me acuerdo cómo se llamaba, se le declaró a Carmelita. Eso fue un escándalo. ¿Recuerdas?

—Sí, recuerdo —mintió, otra vez. El único cura que había conocido fue a Samuel, un viejo que amaba la cerveza y despotricar del gobierno.

Martín imaginó a las personas, a la calle principal en sus mejores épocas. Los novillos corriendo bajo los adornos multicolores de las ferias. Los niños jugando a retarlos para correr despavoridos cuando el animal los miraba. Las mujeres temerosas, escondidas bajo los marcos de las puertas, viendo cómo los hombres se envalentonaban con las bestias y las lazaban entre jadeos y sudores. Todo lo vivo que ahora sólo era una quietud de nadie.

—Los otros… —suspiró Martín —no existimos sin los otros.

Abrió el libro, pero las ganas de leer ya se habían ido.

—¿Vamos o te quedas más?

—Ya voy. Quiero ver el atardecer.

Ana María se quedó sentada en el pórtico esperando a que se encendieran los faroles. Le gustaba contarlos. Decía uno en cuanto se iluminaba el primero y así, hasta que se encendían los trece que alcanzaba a ver desde su casa. Esperó y esperó, pero solo vio el revés que tienen las cosas en la oscuridad.

Entró. Martín tallaba a la luz de una vela.

—¿Y la luz? —preguntó Ana María, acercándose luego de ajustar la puerta.

—Marco también se fue. Era él quien prendía la planta eléctrica.

—¿Y entonces?

—Vamos a estar sin corriente al menos esta noche. Mañana voy a ver si puedo encenderla —habló sin mirarla, concentrado en la pieza de madera.

—¿Qué haces? —Ana María llevaba tantos años viéndolo hacer vírgenes, que reconocía cuando la figura era otra cosa.

—Una figura para mí.

—¿Qué es?

—Un novillo —se lo enseñó acercándolo a la vela. —Bueno, hasta ahora es la idea de un novillo, pero ya lo será.

Ana María se paró a su espalda a verlo trabajar, la movía por la curiosidad de una figura distinta. Le miró las manos blancas adornadas de vellos negros sobre los dedos y el dorso. Recordó la primera vez que él le acarició la cara y sus palmas eran ásperas, con pellejos endurecidos por el trabajo. Con los años esa dureza desapareció. Solo de vez en vez alguna herida producida por el cuchillo se endurecía en sus palmas, pero sus manos casi siempre eran suaves, delicadas, con una fuerza entrenada en la rutina y en la sutileza necesaria para la talla.

Aspiró el humo del cigarrillo que Martín sostenía entre los labios con la cabeza inclinada y un ojo entrecerrado. Tuvo deseos de fumar. Desde que quedó embarazada no lo había vuelto a hacer, ni siquiera cuando perdió el bebé y la tristeza casi la mata y se dijo que ya no había tiempo para desperdiciar en vicios.

Martín seguía sacando hojuelas de madera. La forma del novillo se hizo clara luego de un corte profundo y un golpe sutil con el que se desprendió un pedazo grande que rodó por el suelo.

—Amo cómo haces todo sólo con la imaginación —dijo Ana María desde atrás.

—Así somos los artistas —respondió fingiendo soberbia.

Ana fue a la ventana a mirar a la calle. Abrió los faldones de su saco. Y a contraluz, Martín la miró y pensó en un murciélago bajo la luna. Siguió tallando. Ella acercó una silla y se sentó a su lado. Cruzó las piernas. El rostro de Martín se veía extraño. Las sombras que proyectaba la vela hendían sus facciones dándole un aspecto como de muerto de días.

—Hay que arreglar la luz pronto. No me gusta estar así, me da miedo.

—¿Miedo de qué? Ya no hay nadie.

—De los muertos… de los fantasmas —miró sus ojos hundidos en una sombra negra.

Martín sonrió y le tocó la pierna con condescendencia.

—Al menos esos no se van…

—Pero desaparecen, si nadie los extraña.

Estuvieron un rato en silencio. Ella alternando los ojos entre su cara, sus manos, el novillo y las siluetas de las casas afuera. La luna estaba llena, plena en el cielo atiborrado de estrellas titilantes.

Martín tallaba en silencio con la ceniza del cigarrillo hecha un colgajo de gris en los labios.

Al terminar, la levantó para verla mejor a la luz de la vela. La lijó. Le pasó los dedos y le pidió a Ana que hiciera igual.

—Está muy suave. Ya está.

—Sí, está lista.

Ella la tomó. La acercó a sus ojos para ver mejor los detalles de la cabeza: los ojos, los hoyos del hocico, las orejas hechas de una lámina tan delgada que casi podía verse a través de ellas.

—Quedó muy linda. La venderás a buen precio. A la gente le gustan los toros.

Sin responder, Martín tomó otro pedazo de madera y comenzó de nuevo. Ana esperó. Después de un rato, cabeceó en la silla.

—¿Vas a tardar mucho? —le preguntó.

—Una media hora. Tengo que aprovechar que tengo la mano caliente. Necesitamos surtido, las vírgenes, ahora que no hay nadie, se complican.

—¿Mañana salimos juntos? Yo voy a La Morena y tú a vender, ¿sí?

—Mejor dame dos días. Para ir a la fija y no perder tiempo ni plata.

—Bueno. ¿Qué hora es?

—Ocho y veinte —dijo Martín sin mirar los relojes. —A esta hora ladran los perros. ¿Los oyes?

Ana aguzó el oído. Se concentró cerrando los ojos, pero no oyó más que las hojas de los árboles movidas por el viento y un tintineo lejano y corto como de un badajo que roza levemente una campana.

—No.

—Es que hasta los perros se fueron —le sonrió sin mirarla.

Ana María quiso oír de nuevo y ya no oyó nada, ni los árboles ni el viento ni la campana.

—Voy a dormir. No tardes, no quiero estar sola.

En la cocina encendió otra vela que llevó a la habitación. Martín detuvo su cuchillo para ver la pared donde la sombra de Ana se desnudaba. Reconoció la delgadez de su cuerpo, las puntas de sus pezones cuando alzó los brazos para atarse el pelo. Admiró todo lo que de perfecto había en la ola de mar del camisón cayendo sobre su cuerpo desnudo. La deseó, pero siguió tallando a Mariana, tal y como la recordaba.

Fue por Mariana que llegó a ese pueblo. La conoció en otro pueblo cuando trabajaba en la mina. Ella llevaba el almuerzo a su papá y a su hermano que trabajaban allí con él. Ambos murieron cuando un túnel se desplomó por una lluvia de días que los sepultó bajo un alud de barro cien metros bajo la tierra. Nunca se pudieron sacar los cuerpos de ninguno de los 15 mineros que murieron. En esa muerte se acercó a ella. Primero para un pésame cortés que, con los meses, se convirtió en un consuelo de besos y sexo a escondidas de su mamá. Mariana tenía 16 años, él iba a cumplir 25.

Se enamoró. La quería tener siempre cerca, su boca en su boca. La añoraba como si estuviera muerta, aun cuando ella estuviera recostada a su lado. No hallaba forma de que al tocarla pudiera sentirla real. Toda ella parecía un sueño, una alucinación que no soportaba la edificación de nada real a su alrededor.

Un día, recostados en su cama, Mariana le dijo que se iba. Su mamá quería comenzar de cero, en otro lugar, lejos de la nostalgia de sus muertos. Se estaba yendo con ellos al hueco. A Martín se le abrió la tierra a la espalda y cayó solo por la oscuridad. Una caída de la que tardó en reponerse. Cuando pudo levantar cabeza, Mariana ya estaba lejos. La quietud de la tristeza lo detuvo en conmiseraciones inútiles. Pero no quería perderla.

Indagó con vecinos. Trabajó turnos extras por tres años. Años en los que cuando no trabajaba, dormía; así no pensaba. Se hizo un animal. Puso en automático su vida para reunir el dinero necesario para hacerse cargo de Mariana y su mamá. La conocía bien. Sabía que estar con ella, era estar con su mamá. Fue a donde le dijeron, a San Clemente. Preguntó en la terminal de buses. Un hombre de un camión le dijo dónde vivían, según él, les había llevado las cosas desde el otro pueblo.

Cuando tocó a su puerta, toda su ilusión se desvaneció. Mariana lo miró con gesto interrogativo, sin reconocerlo… o fingiendo no conocerlo.

¿Sí?, preguntó.

Martín se dio la vuelta sin decir nada. Caminó por donde había venido esperando sentir su mano agarrándolo, oír sus pasos apurados a su espalda, pero nada de eso pasó. Volvió a la terminal de buses. Se sentó en una banca con las manos entrelazadas sobre sus muslos, la mirada puesta en unas hormigas grandes y rojas en fila sobre la tierra, puso su bota cortando la fila y matando unas cuantas y lloró en silencio.

Pensó en irse. En viajar a la ciudad donde no sabría nada de ella. De repente se sintió muy cansado. Muy triste. Decidió quedarse esa noche y viajar al día siguiente. Frente a la banca había un hotel. El dueño, quien también atendía, le preguntó si venía a trabajar en la construcción del puente. Martín dijo que sí para no hablar más. A su lado, un hombre gordo y bien vestido se presentó. Era el ingeniero a cargo de la construcción quien, viendo su cuerpo fuerte, sus manos grandes y curtidas, lo contrató de inmediato. Lo invitó, también, a una botella de ron. Hablaron de la casualidad, del amor, de Mariana, de la mina y de los muertos, de sí mismo. Se hicieron buenos amigos.

Martín trabajó en la construcción por varios meses. Dormía en un container adaptado como vivienda con tres camas y un baño, que compartía con dos obreros borrachos y siempre felices. Al terminar la jornada, solía ir a comer a la tienda-restaurante de don Carlos, frente a la plaza. A diario veía a Mariana pasar de camino a la iglesia a misa de seis, llevando de la mano a un niño de pequeño, dos años cuando mucho, y agarrada del brazo de un hombre joven y bien vestido. Martín miraba sus manos sucias y callosas, su ropa vieja y nada a la moda y se decía que así estaba bien, que era lo mejor. Extendía involuntariamente su mano para acariciar a la distancia la figura diminuta de Mariana. Pasaba sus dedos siguiendo los contornos de su silueta, tocándola sin tocarla como cuando sí la tocaba y sentía que no la asía.

Sin darse cuenta, sin entrenamiento previo, una tarde cuando de casualidad tenía un pedazo de madera, agarró el cuchillo con el que almorzaba y comenzó a tallar esa silueta. Cada que la veía pasar, levantaba la figura ante su cara, cerraba un ojo e intentaba acoplarla lo más exacto a la silueta en la distancia. Tajaba, limaba, pulía, hasta que un día embonó perfecta con la Mariana real y lejana.

Talló tantas figuras de Mariana como veces la vio pasar por la plaza. Le quedaron tan bien: el velo sobre la cabeza, el cuerpo lánguido, que una mujer le preguntó que si era la virgen. Martín miró la figura, la comparó con la estatua puesta frente a la iglesia y dijo que sí, más para que no extenderse en explicaciones, que porque encontrara parecido verdadero.

La señora le ofreció diez mil pesos por una figura. Después aparecieron más señoras que querían comprar. Renunció a la obra. Se sentó en una butaca frente a la tienda y extendió un pedazo de lona en el suelo, sobre él acomodó sus figuras con un letrero que decía: «Hecho a mano con madera virgen».

Ahí se quedó, solo, viendo a su amor ser feliz sin él. Invisible. Mirándola a la distancia, soñando con su olor y con el recuerdo de su cuerpo. Mariana cargada de bolsas, vestida a la moda con ropa cara, se había convertido en una de esas mujeres que nunca miran más debajo de la línea su hombro. Altiva, elegante, fría y extraña. Siempre a dieta.

Desde la butaca vio por primera vez a Ana María. Iba a la cabeza del cortejo fúnebre de su mamá, sostenida por los codos por vecinos y amigos. Lloraba perdida, ausente de su entorno.

—¿Quién es? —preguntó a don Carlos. Solo tenía curiosidad.

—La hija de doña Carmenza. La vieja se ahorcó anoche. Dicen que fue por su esposo, porque desde que lo mataron no levantaba cabeza.

—¿Por qué lo mataron?

Don Carlos enarcó las cejas e hizo un gesto de cerrar una cerradura sobre sus labios.

Los dolientes entraban a la iglesia. El sonido del órgano llegaba hasta la tienda. Eran las dos de la tarde. Hacía calor de vapor entre el cielo cubierto de nubes y la tierra. Martín se quedó dentro de la tienda, recostado contra el marco, huyendo del bochorno y pensando en Ana María.

Unos días después la volvió a ver aún vestida de luto. Iba a la tienda para que don Carlos le fiara algunas cosas.

«Mientras encuentro trabajo», le explicó con las manos agarradas de la falda y la mirada colgada de la punta de los zapatos de charol que vieron épocas más relucientes.

Martín la oyó desde la calle. Y oyó, también, la perorata evasiva de don Carlos, seguida del sonido que hacen las cosas cuando se meten en una bolsa.

Regresó cada semana, por dos meses. Hasta que don Carlos dijo que no, que no podía fiarle más hasta que no le abonara «alguito» a la cuenta. Martín entró, sacó una cerveza de la nevera y le dio un sorbo buscando un lugar desde dónde mirarla mejor. Ana María tenía las mejillas enrojecidas y jugueteaba con las cintas sueltas de su vestido. Miró a Martín y dijo:

—Gracias, don Carlos… —hizo amague de salir con la cara hecha un solo incendio de vergüenza.

—Dele lo que pide, don Carlos —dijo Martín con un codo recostado en la vitrina de los panes.

Ella se volvió y lo miró con los ojos enrojecidos. Se intuía en su gesto que rechazaría el ofrecimiento, pero el hambre no le dio para la dignidad.

—Pide suficiente para un par de meses. No te preocupes por lo que cueste —quería no darle tiempo para hablar, dejarla sin espacio de rechazar el mercado.

—Gracias… —respondió ella y volvió a juguetear con las cintas del vestido.

—Yo le abono a la deuda también, don Carlos.

Don Carlos abrió un cuaderno de hojas amarillas, rotas y manchadas. Hojeó. Cuando encontró lo que buscaba, se lamió la punta del dedo índice y comenzó a sumar en una calculadora pequeñita haciéndole la lucha a la presbicia con el mentón hacía arriba y la boca abierta.

—No pasa nada —le dijo Martín a Ana María estirando la mano en el aire, como tocando a la Mariana que cruzaba por la plaza—, luego me pagas… cuando te acomodes.

—Es que no consigo nada —suspiró Ana e hizo una pausa como si no quisiera decir lo que seguía — y estoy sola.

—No hay problema, cuando puedas. De verdad, cuando puedas —la tranquilizó Martín.

—¿Tomas algo? ¿Una cerveza? ¿Jugo? ¿Algo?

Ana recibió un jugo de cajita y sorbió del pitillo de pie mientras esperaba a que don Carlos le pusiera «lo de siempre, don Carlos».

Martín no le habló más ni la invitó a sentarse. Don Carlos le dijo el total de la deuda y Martín pagó lo que debía y lo que se llevaba. Su acto no tenía segundas intenciones, aunque don Carlos haya sugerido lo contrario luego de que ella se fuera entregándole la cajita vacía a Martín, sin ninguna razón más que los nervios y las ganas de salir corriendo de vergüenza.

—Esa es presa fácil —dijo don Carlos apoyando la barriga en el mostrador y viéndole el vaivén del vestido a la altura del culo—. Ya tiene la mitad adentro.

Martín lo ignoró. Salió a tomar su cerveza en la banca esperando a las clientas.

Esa misma noche, antes de que terminara de recoger su atado de figuras, Ana llegó trayendo un plato hondo tapado con otro plato hondo al revés.

—Quería darle las gracias —le dijo con timidez. —Le preparé una bobadita.

En el plato había comida caliente. Martín agradeció, se quemó las manos y comió con el plato apoyado en una mano y sentado en la banquita. Ella lo miraba en silencio, de pie.

Las cosas no mejoraron para ella. Era evidente que cocinar no era lo suyo, así que trabajo como sirvienta le iba a costar trabajo. Poco a poco, Martín comenzó a hacerse cargo de comprar mes a mes comida para ambos. La condición era que ella cocinara para él y le llevara almuerzo y cena hasta la plaza. En general, cuando no se le iba a la mano en la cebolla, la comida de Ana era mala, pero no incomible, y a Martín no le importaba.

—Me gustas, Ana —le soltó de sopetón una noche.

Era cierto.

Martín puso el plato en el suelo. Sin pararse de la banca, la acercó tomándola con las dos manos de la cintura y la abrazó apoyando su cabeza sobre su pecho, en la almohada tibia de sus senos. Ella le acarició el pelo. Martín usó el latido de su corazón, que gritaba desbocado, como aval para un beso. Se levantó. Ana se sorprendió de lo alto y grande que era. Su cuerpo era una piedra de músculos tensos y sus brazos eran del ancho de la cabeza de un hombre promedio. La espalda amplia y el cuello grueso.

«¿Era tan alto?», preguntaba su cara.

Le pareció que sus brazos tenían el grosor de su cintura. Su mano, aún áspera por la mina y la construcción, le raspó en la mejilla. Ana se estremeció, le temblaron las piernas y se puso roja, aguada, la asaltó un estremecimiento como de frío por todo el cuerpo y sintió que se si él la apretaba muy fuerte seguro se orinaba encima.

Martín la besó suave, dejó caer su boca en sus labios con una sutileza incoherente con la fuerza bruta que reflejaba toda su anatomía.

—Tú también me gustas, Martín —le dijo, tuteándolo por primera vez, entre la pena y el desconcierto de estar segura de que se había orinado encima. Pero en lugar de huir, lo besó de vuelta.

El amor creció rápido.

Ana se enteró de que Martín tenía mucho dinero cuando le propuso comprar una casa. Tenía suficiente para pagar más de la mitad del valor de contado. Podían pedir prestado el resto. La plata que ahorró para hacer feliz a Mariana, se convirtió en una casa sobre la calle principal para Ana María. Una casa con pórtico, sala, dos habitaciones y un patio atrás con espacio suficiente para dos árboles de mango y una huerta de cilantro y perejil.

Compraron también unos muebles baratos y de segunda. Unos pocos que, con el éxito de la talla, se fueron multiplicando y llenaron la casa completa. No solo hacía vírgenes, sino que los vecinos trajeron sus fotos y pidieron tallas por encargo de familiares muertos. Los encargos los cobraba al triple. De Mariana no supo más, ni se puso a buscarla al cruzar por la plaza, ni le importó si embonaba o no con las vírgenes de madera.

Mariana sí se enteró de que él se había arrejuntado con la huérfana. Tuvo un rescoldo de celos que se apagó rápido y ya no lo extrañó más de lo que pudo, tal vez, haberlo extrañado alguna vez. Ambo siguieron sus vidas, ajenos a la felicidad del otro.

Una mañana, mientras Martín se afeitaba, se sorprendió a sí mismo con la certeza de que llevaba años sin que Mariana se le cruzara, siquiera, por la cabeza. Frunció los hombros, ella tenía su esposo y él la suya.

Sin embargo, esa primera noche como fantasmas en el pueblo vacío, no podía sacarse de los ojos su imagen diciendo adiós… sola en la caravana del éxodo. El estómago le insistía con el recuerdo de su primera partida, de que quizás fue su culpa que todo se diera como se dio; al final, había sido él quien se tomó demasiado tiempo para buscarla.

De repente, todo dentro de él no existía. Su hígado, sus pulmones, su corazón, habían sido arrancados y lanzados sobre la tierra del camino. Un vacío completo que no rellenó ni el deseo que le provocó, minutos antes, la silueta desnuda de su Ana María, tan perfecta.

Talló una Mariana de dieciséis años. Una Mariana inventada con el tacto anacrónico que de su cuerpo guardaba en las manos.

Talló a don Carlos, a Lucidia, a Eduviges y a Carmelo con la bola ocho en la mano.

Talló al cura borracho y gordo.

A Marcos en su uniforme de compañía eléctrica, que él mismo cosió con ayuda de su esposa, que sostenía su maletín para recoger el cobro semanal por el mantenimiento de la planta en la mano.

Talló al perro que lo acompañó por años en su butaca.

El amanecer llegó iluminando un montón de figuras sin pulir sobre la mesa.

Ana María despertó. Preparó el desayuno mientras Martín seguía sacando figuras como una máquina china. Ana lo dejó trabajar, creía que se preparaba para los tiempos duros que se avecinaban. Ponía personas de madera, unas junto a las otras, sobre la mesa.

Vino la noche. El amanecer.

Al tercer día, Martín había tallado, con asombrosa fidelidad y parecido, a todos aquellos con quienes compartió, a quienes consideró cercanos de alguna manera. Amigos o conocidos estaban en la mesa. Una versión a escala de un pueblo sin casas.

Fue hasta la habitación. Se paró junto a la cama y se inclinó para besar a su esposa en la frente. Le acarició las mejillas. Ella abrió los ojos y los cerró de inmediato al notar que era él y no un sueño, como creyó en medio de la somnolencia.

—Siento mucho nunca haber conocido a tus papás. Me hubiera gustado conocerlos —le susurró y la besó en los labios.

Fue a la sala. Metió su cuchillo, las tallas de la virgen y los pocos trozos de madera que le sobraron en un trapo que ató por las esquinas. Salió de la casa dejando las figuras, hasta la de Mariana, organizadas de tal modo que miraran todas por la ventana hacia el lugar por donde la caravana había desaparecido.

Afuera, Martín tomó el camino de tierra siguiendo la misma dirección por donde se habían ido todos. El vacío en su estómago amainaba cuanto más se alejaba de su casa. Aún estaba oscuro, pero ya el día comenzaba a clarear con un tinte naranja rojizo en medio del gris sucio de las nubes cargadas.

No miró atrás, nunca supo si por no ver los ojos de sus tallas atentos a su desaparición en la curva del camino o, simplemente, para no arrepentirse y regresar.