Mario y yo estudiábamos en el mismo curso, también vivíamos en casas contiguas y nuestras mamás solían tomar café e ir juntas a la iglesia los domingos. Éramos mejores amigos. El papá de Mario llevaba enfermo varios años, lo que hacía de él un niño triste y un tanto retraído, actitud que acoplaba perfecto con mi carácter taciturno y solitario. Doña Carmen, la mamá de Mario, me quería como un hijo. Si bien mi mamá no era afecta a las visitas, sé que también quería a Mario, al ser mi único amigo. Solíamos jugar en el parque, montar bicicleta e ir a la iglesia. Compartíamos la niñez, del mismo modo en que Carmen y mi mamá compartían una banca larga frente al altar.

Debido a la enfermedad del papá Mario, había domingos en los que mamá y yo íbamos solos a misa. Papá no era creyente, prefería quedarse leyendo o viendo fútbol en la televisión. La misa avanzaba común, estaba distraído en el nuevo ventanal multicolor con el que habían reemplazado uno viejo y descolorido. Como Mario y su mamá no fueron ese día, un hombre, sentado a mi lado, me susurró diciéndome que ahí dentro estaba Dios. Lo hizo tan suave, con tanto cuidado de no interrumpir con siseos el sermón del padre que, aún hoy, no estoy totalmente convencido de que haya dicho eso y no algo que se oía similar.

Recuerdo que arrugué los ojos intentado mirar mejor algo que no sabía qué era. Hacía unos segundos el padre se había acercado desde el altar a la cajita empotrada en la pared, guardando ahí lo que a me pareció una bandeja cubierta con un pañuelo beige. Por más que agucé la mirada, que me cambié de lugar a la primera fila, no pude ver más que la cajita cerrada con una llave. Dios, aunque despedía luz y era tan grande como el universo, cabía completo en ese hueco en la pared, opacado su brillo por el pañuelo, quizás, o por algo que bloqueaba las hendijas de la caja. Me reprendí por mi falta de atención. De no haber estado viendo al ventanal, pude haber visto a Dios en directo antes de que el cura lo escondiera. Vencido, al final de la misa, tomé la mano de mi mamá y regresamos a casa caminando despacio, al ritmo de mamá.

A mamá le costaba caminar. Era una mujer gorda de quien se burlaban los niños. Eso la ponía tan triste que nunca iba a reuniones de mi colegio. Rara vez salía de la cama, solo iba al templo los domingos y el resto de la semana la pasaba acostada con el computador sobre una mesita corrigiendo textos. Trabajaba arreglando la ortografía y la redacción de malos escritores para hacerlos pasar por buenos. Cuando volvía del colegio en las tardes, me recostaba a su lado. Como le molestaba el ruido del televisor encendido, decía que le recordaba a la muerte, la escuchaba explicarme las razones de tal o cual coma, lo que hacía una oración idiota, carente de sentido o incompleta; los usos correctos del punto cuando se pretende un ritmo cortado que transmita ansiedad o cuándo un párrafo está bien armado o cuándo está cojo.

—Orto-grafía, significa escribir correcto —repetía mamá como si no la hubiese oído las otras tres mil veces que me lo había dicho.

Me gustaba. No sé si la ortografía, o solo pasar el tiempo así con ella. Su actitud generalmente era irascible y ensimismada. Se sentía mal por su apariencia, sin duda. Solo era buena cuando corregía o estaba en la iglesia, donde conseguía olvidarse de la carne y soñar con el mundo perfecto de lo correcto y del espíritu puro.

Esa mañana, al salir de la iglesia, la gente nos miraba como era costumbre. Unos lo hacían con disimulo, los más abiertamente sorprendido por la forma de moverse de mamá: meciendo su cuerpo a los lados con cada paso, siempre dando la impresión de estar a punto de caer o de que las piernas van a quebrarse de repente bajo el tremendo peso.

—¿A Dios lo encierran, mamá? —pregunté con miedo.

—¿Lo encierran dónde?, no entiendo. —me respondió con el tono de la calle.

Me explico:

Mamá tenía distintos tonos, formas de expresarse ceñidas al espacio o a las circunstancias. En casa, bajo las cobijas corrigiendo, su voz era dulce y amorosa, era una mamá en todo el sentido de la palabra. Cuando me explicaba gramática, el tono era claro, con palabras precisas, fluido e inteligente. Si papá estaba cerca, solía hablar como una niña consentida en busca de mimos. Él, que la amaba más de lo que ella suponía, respondía con mimos y cariños. Si acaso mamá dejaba escapar un comentario respecto a su apariencia, cosa que se daba frecuentemente, papá la besaba profundo en la boca y le sonreía como se hace con un niño que causa ternura con sus boberías. Era evidente que la gordura era más trágica para ella que para él. El beso era suficiente para tranquilizarla, para que reafirmara la idea de que él no la dejaría nunca por una flaca. Dentro de la iglesia no era tanto un tono sino una actitud. Ahí casi no hablaba, y toda ella despedía un aura sosegada que transmitía la sensación de estar sentado frente a un mar tranquilo, cuyo murmullo de viento y oleaje reconfortaba. Todo lo contrario sucedía cuando íbamos por la calle. Las miradas hacían que frunciera el ceño, que la cara se le contrajera marcando más las líneas a los lados de la boca y el grosor de la papada. Hablarle mientras caminábamos era una afrenta directa a su coraza. Sólo me atrevía a hacerlo si era absolutamente necesario, como para recordarle comprar algo para el colegio, por ejemplo. Sus respuestas en la calle eran frías y cortantes, cuando no meros asentimientos o negaciones con la cabeza. Nada malo había en su voz, quizás algo de agitación y ahogo por el esfuerzo de caminar; su voz era bonita y femenina.

No hablar en la calle nada tenía que ver con la asfixia, sino con que hablar llamaba la atención más de lo que ya la llamaba su andar, que se parecía al de un elefante cansado de vivir. Ha de haber sido cómico, imagino, ver a una mujer de sus proporciones luchando en cada paso. Mi figura exigua de su mano debía generar todo tipo de comentarios graciosos, haría que los transeúntes, al llegar a casa, amenizaran la cena con chistes del tipo hoy vi a una gorda de la mano con un chamizo, de era tan gorda que la espalda hacía siglo no sabía a quién pertenecía… no soy bueno con chistes de gordas, por obvias razones.

—Solo eso, ¿lo encierran? —respondí.

—¿Dónde? ¿De qué hablas?

—En esa cajita. Un señor me dijo que ahí estaba Dios.

—¿En el sagrario?

—La cajita, no sé cómo se llama.

—Es una metáfora, Manuel, las hostias son Dios, por eso Dios está en el sagrario, porque Dios es la hostia. —dijo y me apretó la mano, un gesto de no preguntar más.

Aunque sabía en ese entonces qué era una metáfora: tu pelo de plata, todos llevamos un espejo de pared mal colgado adentro, etc., no conseguí entender cómo Dios podía ser una masa horneada y hecha hojuela. Una idea muy opuesta a lo que decía el padre, ella misma, de Dios: omnipotente, omnisciente, inmenso como el universo. Asumir a Dios reducido a una hostia era como pretender comprender la grandeza del cielo viéndolo reflejado en una gota de agua, una imagen que se desfigura y se enturbia con el más sutil temblor de los dedos. Todo en la religión era un misterio. Una extrapolación de desconocimientos a símbolos que quieren ayudar a la gente del común a que no cuestione, sino solo crea. La esencia de la fe: cerrar los ojos.

La idea de Dios como una metáfora hecha hostia rondó mi cabeza toda la semana. Entendí a qué se refería, pero eso no hizo que encontrara la concordancia entre lo que decía era Dios y lo que, al parecer, era realmente. Imaginaba a Dios, el hombre con barba blanca, recostado contra una de las tablas ornadas del sagrario. Preso de inmensidad constreñida, quizás marcando las horas en hendiduras en el tablado o tocando una armónica lastimera. Dios, en toda su grandeza, prisionera en una jaula que un mortal corriente destrozaría con un pequeño empellón de la mano. Ahí estaba Dios acicalando su barba con desdén; un león de circo a la espera del próximo espectáculo, para salir y ejercer su majestuosidad ante un público que le teme a su fiereza domeñada por las dinámicas del domador y su látigo. Dios apagaba su brillo celestial para no incomodar el sueño de los santos de yeso. Para no cegar a su público expectante, del mismo modo en que un león solo ruge cuando el látigo se lo indica, haciendo de su fiereza un peligro artificial. No entendía bien si esas imaginaciones de Dios entraban en los límites amplios de la blasfemia, pero sí sabía que entraban perfectas en la idea de Dios como una hostia metaforizada.

El domingo siguiente regresamos a misa. Fuimos con la señora Carmen y con Mario. Nos sentamos en la larga banca, Mario a mi izquierda y ellas dos a mi derecha, tal cual convenimos con Mario. Presté atención a cada cosa que pasaba, esperando el momento en que el cura abriera la caja y sacara la metáfora de Dios. En la semana se me había ocurrido que si ese era Dios, por más metáfora que fuera, no podía ser sordo a nuestras peticiones, las mías y las de Mario. Suponía que solo necesitábamos hablar con él en su prisión, para recibir una respuesta motivada por el tedio de la espera, en la que estaba seguro, se sumía Dios. Para Dios sería un alivio que dos niños le hablaran por las rendijas de la caja. Agradecido de no ser útil solo como metáfora que se partía a la mitad para ser tragada por el cura con un decoroso trago de vino, cumpliría nuestras peticiones, insignificantes para el tamaño de su poder. Luego pensé que le sería más difícil negarse si lo liberáramos de su prisión. Algo como un genio fuera de su botella de quien usaríamos solo dos deseos, porque no necesitábamos más.

En clase había hablado a Mario del Dios prisionero. Él no entendió mucho de metáforas y hostias. Se mostró entusiasmado con el plan que había armado para liberarlo, más con los beneficios que eso nos representaría. Éramos los libertadores de Dios, no era atrevimiento pedirle con humildad que nos ayudara en agradecimiento. Mi plan era complicado, requería valentía para asumir las consecuencias. Lo convencía, a Mario, explicándole que el beneficio sería mayor que el castigo. Seríamos tildados de vándalos, de ladronzuelos, pero la agitación de la acusación se disiparía rápido, en contraste con la permanencia del beneficio. En ese momento, explicando a Mario, aunque se me ocurrió, no eran importantes las medidas que tomara la iglesia para suplir al Dios fugitivo. Es obvio que una iglesia sin Dios es solo un montón de paredes, sillas y estatuas de yeso de gente cualquiera; eso no era nuestro problema. ¡Que la tumben!, le dije a Mario movido por la emoción. Si Dios está en todas partes, no les quedará difícil capturarlo de nuevo, dijo Mario siguiendo una lógica confusa entre mis razonamientos y su fe en lo que sabía de Dios.

Cuando vimos al padre sacar la bandeja con las hostias, codeé a Mario a mi lado. Él debía mantener la vista fija en la llave del sagrario, no perderla para poder abrir luego. Yo me centraba en las hostias, en la posible revelación de Dios y así saber bien qué debíamos sacar de la caja. Teníamos, según mi plan inicial, muy poco tiempo, no lo perderíamos en hostias que no fueran Dios, debíamos liberarlo, solo a él, velozmente. Mario vio que la llave fue puesta sobre la caja luego de que el cura regresara las hostias; yo vi al padre con la hostia en la mano, partirla, comerla, pero nada de un indicio de Dios. Me sentí decepcionado de mi incapacidad de ver a Dios, me faltaba fe, pensé. Eso no me desanimó. Recé con fervor reafirmando mi fe y mi pretensión de liberarlo, algo que creía era la muestra más grande de fe y que, llegado el momento, me abriría los ojos para verlo y salvarlo de su prisión.

Esperamos a que terminara la misa, dimos la paz y recibimos la bendición del Padre. Salimos. Pedimos a nuestras mamás permiso para ir al parque, que quedaba muy cerca de la iglesia y de donde vivíamos. Ellas dijeron que sí, una hora mientras se tomaban un café. Corrimos de regreso a la iglesia. Las puertas seguían abiertas a esas personas que necesitaran un rezo extra. Entramos pegados a la pared, en silencio para no llamar la atención de las tres personas que rezaban con los ojos cerrados y la cabeza inclinada. En el altar no había nadie. Nos escondimos atrás de una columna, pensando cómo resolver el imprevisto de que la caja estaba más alta de lo que suponíamos desde las bancas. Podíamos mover la butaca de terciopelo que estaba cerca al altar, pero eso era arriesgado, inevitablemente seríamos vistos por los que rezaban. A Mario se le ocurrió tomar una estola púrpura de una mesa con copas, ponerla sobre sus antebrazos e ir solemnemente por la butaca. Si éramos vistos, las personas nos verían como monaguillos poniendo orden y no como los integrantes de un grupo por la liberación de Dios. Así lo hizo. Era buen actor. Caminó hasta el altar y regresó para poner la butaca bajo el sagrario. Nadie abrió los ojos ni levantó la cabeza. Corrí hasta él, quien ya había tomado la llave y abierto la caja cuando llegué.

Mario temblaba sosteniendo la estola, podría sentir su miedo parado junto a él en la butaca. Mantenía la cara de monaguillo aunque dábamos la espalda a las butacas. Saqué la bandeja, retiré el pañuelo beige y vimos las hostias apiladas. El resto de la caja estaba vacío. Mario y yo nos miramos, él con la estola doblada sobre su antebrazo, yo con la bandeja llena de metáforas en las dos manos. Dios no estaba por ninguna parte. Nos entristecimos, pensamos un momento e igual, más por no saber qué hacer, regresamos llevándonos la bandeja. Salimos de la iglesia sin ser notados. Corrimos al parque y sentados en una banca, hicimos nuestras peticiones a las hostias metáforas de Dios. Nada pasó. El papá de Mario murió dos semanas después y mamá, nunca, ni siquiera bajo las cobijas corrigiendo o con los mimos de papá, se sintió feliz por ser como era.