No era un hombre feliz. Parecía que sus grandes facultades fueran para él una maldición, más que una bendición. A menudo, su cruel clarividencia parecía negarle el consuelo de las ilusiones, que suponen un alivio en la corta vida de la mayoría de los seres humanos, que viven absortos en sus problemas cotidianos y sus humildes placeres, ajenos a la miseria que les rodea y al desdichado en inevitable fin de la existencia. Por desgracia, cuando su mente lo abrumaba, Sherlock Holmes tomaba drogas perjudiciales como morfina y cocaína, que se inyectaba a diario durante semanas.

Los años perdidos de Sherlock Holmes. Jamyang Norbu. Pág. 30