Y le digo:

—Amigo, siéntese, respire profundo —él mira atrás, agitado, trastabilla, se ahoga.

—¿Alguien nos seguía? —angustiado.

—Siempre —sonrío con los ojos muy abiertos mirando a ninguna parte. —Pero ahora no, ya no, nunca más. Estamos a salvo —quiero palmear su espalda, no puedo.

—Te amo, Lidian…

Y ya no es un amigo sino una mujer de ojos azules, profundos como el agua de los lagos azules de mi país. Como no vi aquí.

—Te amo —me repite.

La tomo de la mano que está fría y azulada como un pajarito muerto, tiembla, no de miedo sino de frío. Siento la espalda mojada, las nalgas tirantes. El hielo me quema. ¿Hielo?

—Aquí no hay hielo —dice leyendo mis pensamientos.

Miro alrededor y todo es de hielo. Un hielo negro que absorbe la luz de un sol gélido; que resplandece oscuro. Toco con esfuerzo bajo mis nalgas y está viscoso, tibio y duele. No, no es hielo, ¿o sí?, no sé. Sólo sé que duele, es tibio y estoy solo.

—Te amaré Lidian. Después vendrá lo mismo —me digo; yo tengo los ojos azules como los lagos azules de mi país y las manos frías como un pajarito muerto. No hay amigo ni mujer.

Suspiro. Al menos no me alcanzaron. Cierro los ojos. Duele.