Este era un gato, tan común y corriente, que disfrutaba caminar por la cornisa. Iba con la cola en alto, pavoneándose frente a los otros gatos que lo miraban indiferentes desde sus domesticidades tranquilas. Pero él, soberbio de su pelo y de su cola, creía que todos le envidiaban su osadía y su caminar altanero y convencido.

Un día, como era de esperarse, se cayó porque de tanto mirar a los costados dio un paso en falso y resbaló. No le alcanzaron uñas ni agilidades felinas para asirse a nada. Dio vueltas en el aire, intentó ponerse en posición para la caída; pero era tanta la altura, que por más que asumió que caería de patas ―de eso estaba muy convencido, y así fue―, el golpe contra el pavimento le rompió muchísimos huesos y el hocico. Su dueño lo encontró, lo levantó, lo curó; le dio latas de atún y carne frita; le cambió las vendas y le rascó donde le daba comezón.

Mucho tiempo, aún cuando ya se curó, el gato veía la cornisa por la ventana recostado en las piernas de su dueño que le acariciaba el lomo. Un día salió otra vez y paseó por la cornisa sin caerse nunca más. Su dueño lo dio por muerto, al fin y al cabo, es por todos sabido, que los gatos siempre van a morirse lejos de quien sí los extraña.