―Doctora, mire, yo vine a contarle que me quiero morir. Uno va quedándose sin nada, y así ¿para qué? Quiero pedirle que me ayude con eso, yo sé que usted sabe cómo.

La doctora la miró fastidiada y busco algo entre los cajones de su escritorio. No quería mirarla más a la cara.  Buscó pero no encontró algo que le permitiera evadirse de una propuesta tan absurda  como incómoda. Dentro de sus cajones solo había papeles rayados con muchos colores, papeles de diferentes tamaños con el nombre Pablo escrito en medio de corazones rojos y rosas.

―El martes me tropecé y caí desde un andén. ¡Un andén! ―repitió incrédula.― y vea, se me amorató e inflamó la rodilla… ―se levantó el vestido―  y sólo desde el andén…

―Es normal, señora, a su edad ―escribió «Pablo, te amo», lo encerró en un corazón y le dibujó una flecha que lo atravesaba por la B.

―…obvio, la edad ―la interrumpió―. Rodé largo, como unos tres metros. Por poco me atropella un bus de esos grandes. ¡Ay!, doctora ni lo hubiera sentido. Pero desafortunadamente me tocó un conductor experto que timoneó, me esquivó, frenó y me lanzó unas groserías por la ventana: «¡Vieja hijue****!, debí haberla matado por imbécil» ―se autocensuró―. Yo le dije que echara reversa y lo intentara otra vez, no me escuchó, ya iba lejos… y esta edad ya no le da a uno para gritar como antes.

La doctora sacó una hoja con el membrete de la clínica y comenzó a escribir.

―¿Su nombre?

―Aida José Ruíz de Martínez.

―¿Edad?

―66… recién cumplidos.

―¿Profesión?

―¿Ahora mismo?

―Sí.

―Ama de casa… pero tengo una maestría en literatura francesa en la universidad de Lyon en Francia. Literatura francesa en Francia ―sonrió.

―Ama de casa ―repitió escribiendo.

―… con maestría en literatura, ¿irónico no?

―Normal. La gente se frustra.

―Señora Ruiz, aquí tiene.

La anciana tomó el papel, se puso los anteojos que descansaban colgando de su cuello y leyó. Al terminar, dobló el papel por la mitad y lo dejó sobre el escritorio frente a la doctora que ya garabateaba otra vez en unas hojas sueltas. Soltó una carcajada. Se quitó las gafas para poder secarse con la mano los lagrimales excitados por la risa estentórea.

―¿Psicólogo?

―Yo creo que debería ser un psiquiatra, pero debemos seguir el conducto regular. Hay ideas suicidas, señora. Es el procedimiento.

―¿Es usted casada, doctora? ―terminado de reír.

―No señora, no soy casada.

―¿Tiene hijos? No, ¿verdad?

―No señora, no tengo hijos. Le voy a recetar un antiinflamatorio, un analgésico y le haré otra remisión para el ortopedista, él la valorará. De resto, está usted perfecta teniendo en cuenta su edad. Nada de qué preocuparse.

―¡Venga! ―se inclinó hacia adelante apoyándose en la pierna buena con los codos sobre el escritorio. Le tendió una mano huesuda manchada con pecas cafés, grandes y amorfas―, tome mi mano.

La doctora la miró a la cara confundida, a la mano que lucía anillos y uñas bien cuidadas. No soltó el bolígrafo morado ni le extendió su mano. Siguió pensando en Pablo, en la hora, en que quedaba poco tiempo para verlo. Tocaron a la puerta del consultorio, ella se levantó y susurró algo con la puerta a medio abrir. Se sentó de nuevo.

―Quedan cinco minutos, tengo otro paciente. Creo que no es más.

―El amor lo es todo, doctora. Me dirá usted chismosa o lo que quiera, pero ahí veo un amor latente. Tanto corazón no se acomoda a su edad, digo, tanta dibujadera de corazones. Ya está muy grande para el amor adolescente… claro, eso le diría un cualquiera, yo no. Dibujé corazones en el aire hasta los 56 años, de ahí en adelante fueron nueve años pensando un epitafio. Un epitafio lindo, diciente, que resumiera un poco los cuarenta años que precedieron ese momento. Difícil, muy difícil. Cuarenta años y un día Vicente salió del consultorio limpiando las gafas. Ya teníamos sospechas, pero teníamos esperanza. Esperanza… Balzac dijo un día que la única función de la esperanza era desesperar. Se lo dijo a esa mujer que nunca lo amó y a la que él se entregó con esa misma pasión y constancia que tenía para escribir…teníamos esperanza, juntos, porque yo tenía su mano, la tuve cuarenta años, y él tenía la mía… dejarse solos es complicado cuando la costumbre nunca le ganó a la amor. Un amor perfecto, envidiable, redondo, liso… todas las mañana me despertaba con un beso, no un piquito, ¡no!, un beso de esos que te dejan temblando el cuerpo todo el día, que te plantan una sonrisa en medio del pecho y te empujan a vivir sin afán de engaño. Sartre lo dijo, que era absolutamente necesario engañarse, o algo así, ya mi memoria no es la misma. Sartre no sabía de amor, es obvio, ¿para qué engañarse cuando algo verdadero respira a tu lado, come, vive, ama… se muere? El amor también es ficción, me decía el psicoanalista que vi por unos meses; una ficción consensuada, humana, falaz… un pacto de mentira. Sólo hacía su trabajo, quería convencerme de que los gatos no hablan. Convencerme de que tenía que acostumbrarme a que mi cuento de hadas estaba próximo a terminar. Me empujaba al duelo, a la aceptación y preparación para lo que se venía, a la resignación… a esa vida quieta donde todo es ayer. Llegados a cierta edad el futuro es el recuerdo. Ya no se piensa en el mañana, sino en qué posibilidad existe de rehacer lo terminado: lo acabado. Vicente estuvo enfermo los nueve años siguientes a la salida del consultorio. Lo hubiera visto doctora sentarse a mi lado, acomodarse las gafas, pasarse la mano grandota por las hilachas de pelo que le quedaban, cruzarlas entre sus rodillas y con los ojos clavados en los baldosines blancos decirme: «no te puedo hacer esto». Le dieron seis meses, un año a lo mucho, vivió nueve y creo que habría vivido más… pero bueno, fue su decisión, mi odio y mi cobardía.

Tocaron de nuevo. La doctora había dejado de rayar hojas y escuchaba atenta a Aida. Desde la silla gritó: «¡Estoy en consulta!». Alguien le recordó que llevaba pasados cinco minutos de su siguiente cita. «¡Que me espere cinco más!»

―Doctora, qué pena con usted. No la molesto más. ¡Ayúdeme! Soy muy cobarde y sola no puedo, no pude… por favor.

―Continúe Aida, no se preocupe. ¿Le puedo decir Aida, sin el señora? Me llamo, Marcela, para que le quite el doctora.

―Claro, Marcela, dígame Aida, o Didí, si prefiere.

―Aida está bien… continúe, por favor.

―Dos meses después de la noticia, Vicente empezó a drogarse. Tenía 65, mi edad ahora, nos llevábamos 10 años. Regresó una noche, sacó una jeringa y preparó la heroína. Me lo había dicho muchos años antes, que llegado a viejo se drogaría mucho. Yo creí que no era cierto, pero ya ve. Estaba hastiado de las quimios, las resonancias, las idas y venidas del hospital. Era muy orgulloso, ¿sabe? Aunque no lo dijera, yo lo veía abatido al regresar de la clínica, no físicamente, sino por dentro. Se le veía en los ojos, lo delataba ese brillo opaco y la mirada extraviada de quien está tremendamente triste. Estaba muerto por dentro. Los meses antes de la heroína, los meses en que por miedo lo obligué a tomar el tratamiento, dejó de ser él. No me besaba en las mañanas ni a ninguna hora, siempre quería estar solo. Salía muy tarde y regresaba horas después con los ojos irritados… ja-ja-ja… no, no era la marihuana. Me contó luego que se sentaba en la banca de la plaza, solo en medio de la oscuridad  a pensar en la muerte… no tenía miedo de morirse, nunca lo tuvo, estaba convencido que su vida fue mejor de lo que supuso sería, pensaba en mí… en que no podía dejarme sola, en el egoísmo de tener que morirse primero. «No puedo hacerte eso, Didí», me dijo. Mis días eran una lágrima eterna. Nunca tuvimos hijos porque no podíamos, quizás era él o yo, no quisimos averiguarlo. Esa noche que trajo la heroína, pese a todo, otra vez era el de antes: los ojos vivos, besos profundos hasta con agarrada de nalga ―sonrió con malicia―.

―¿Dónde consigue heroína un anciano?

―Era profesor universitario. Allá se consigue hasta un frotis vaginal para caballeros.

Marcela rió por primera vez.

―Poco importa quién la consiguió, pudo ser cualquiera. Calentó en una cuchara el polvo marrón como había visto en las películas, le metió un algodón y clavó la aguja en él para sacar la mezcla tibia. Se inyectó y se hundió. Se recostó en la cama con la mirada extraviada, ahí se quedó hasta bien entrada la tarde del siguiente día. La universidad lo pensionó por la enfermedad. Querían que disfrutara sus últimos días sin el estrés del trabajo. Vendimos primero la finca y los dos carros, compramos droga y nos encerrábamos todo el día a inyectarnos, la noche la dormíamos entera. Eso era lo que él quería, ¿quién era yo para negarme? Me pidió que me muriera yo primero, que nos muriéramos juntos, drogados y borrachos. Me quedaba un poquito de sensatez en medio de tanto paroxismo de drogas y alcohol, por eso le pedí que bajáramos el ritmo para no desaparecer  encerrados en la casa sin nadie. Me escuchó, vendimos la casa, un apartamento que yo tenía, herencia de mi familia, juntamos todo el dinero, empacamos algo de ropa y viajamos a Europa. Fuimos a Paris, en Ámsterdam fumamos marihuana en los coffe shops, fumamos hachís,  en Londres probamos LSD, éxtasis, heroína afgana. La droga es fácil de conseguir si se tiene con qué pagar, y nosotros teníamos mucho con qué. Vicente consumía también mucha cocaína, a mí no me gustaba mucho, me alteraba los nervios. La pagábamos diez veces más cara de lo que se conseguía aquí, pero no importaba, nada importaba, ya habíamos pactado que moriríamos juntos, al mismo tiempo, cuando él sintiera que el cuerpo ya no le daba para más o cuando sintiera que al fin la enfermedad ya no lo dejaba vivir. Extrañamente, sin ningún tipo de tratamiento, no tenía recaídas, y las pocas que tuvo, las capoteó con heroína.

»No se imagina doctora cómo es eso, la droga nos llevó a otras cosas. Una vez estando en Suecia conocimos a alguien en un bar, una pareja más joven, ella tenía como cuarenta y el cincuenta. Nos embriagamos con ellos, nos drogamos con ellos. Luego, él me besaba, ella a Vicente, ella y yo, todos juntos. Eso ya había pasado antes, en otro sitios, nos habíamos hecho más libres, por decirlo así. Nos amábamos como siempre, aunque la certeza de la desaparición nos empujó a un paroxismo hedonista, a buscar cada vez más al fondo de nosotros mismos un espacio donde cupiera preciso el poco tiempo que quedaba. Las nuevas experiencias, de todo tipo, eran ese espacio. Nadie reprochaba a nadie, Lo disfrutábamos, no nos sentíamos culpables cuando nos descubríamos en medio de una orgía, en medio de mucha gente y objetos y comida y etcétera.

Quizás Aida no fuera más que una anciana loca, pero Marcela le abonaba la imaginación o el porno excesivo que había visto. Marcela no tenía certeza de nada. Sería una pena que luego de todo el tiempo que llevaba escuchándola, ella se levantara y, en medio de una carcajada, dijera que luego de los suecos fue que descubrió que ella era Josefina y Vicente Napoleón y que a eso se debía el amor místico e ideal. No quería que fuera mentira, pensaba.

―Lo amaba en verdad… yo no podría ―le dijo Marcela escrutándola en busca de un paso en falso que le mostrara la mentira y la llevara a la decepción.

―Lo amaba. Ya se lo conté. Todos somos capaces de todo, doctora, cualquier cosa para hacer feliz a quien amamos… ahora súmele lo de la muerte próxima, la presión de que cada día puede ser el último y vale la pena caer en cualquier fugaz espejismo de felicidad.

―Entonces ¿él la arrastró a eso? ¿la chantajeó emocionalmente? ¿Por eso quiere morirse? ¿Se siente culpable, sucia, usada?

Aida rió otra vez, se reclinó por completo en el espaldar de la silla. Interrumpió de golpe la carcajada: en un acto reflejo había querido cruzar la pierna lastimándose de nuevo la rodilla.

―Esta rodilla ya no me deja ni reír, doctora, ayúdeme. Ya le dije que su miedo era yo, dejarme sola. Mi vida no era nada sin él, no tenía… tengo, mejor, nada más para estar aquí. Él sí lo sabía, lo intuyó. Quería evitarme el sufrimiento de su muerte. No tuvo que insistir demasiado en eso de morirnos juntos. El tiempo que diera la enfermedad, lo dedicaríamos a vivir todo lo que no vivimos antes por estar viviendo, «para podernos ir mejor, menos tristes», me dijo. Acepté, con gusto, con amor…

―… y entonces ¿qué pasó? ¿Por qué está aquí?

―No conté con que el amor también se desilusiona, que el odio le puede al amor y la cobardía puede más que una promesa de muerte. Era más cobarde de lo que lo amaba. Creo que mejor me voy, tiene usted otros pacientes, le he quitado mucho tiempo. Doctora, ayúdeme con lo que le pedí. Ayúdeme a dejar de hacer el ridículo. Es que yo sola no soy capaz.

―No me deje así, termine la historia. ¿Por qué no está muerta?

―Bueno…. ¡qué más da!, esto es más entretenido que regresar sola con esos ancianos mudos. Lo suecos, al final, lo determinaron todo. Nos veíamos seguido en ese bar, siempre igual: sexo y drogas. Una noche descubrimos, Vicente y yo, de dónde provenía el dinero que ellos gastaban a montones. Los jueves era algo así como un día vetado, varias veces los habíamos llamado para salir y se negaban sin muchas explicaciones, con cortesía. Un jueves en la mañana, llamaron desde la recepción. Almorzamos juntos. Hablamos de muchas cosas. Ellos no sabían de la enfermedad, no había razón para contarles, así lo quiso Vicente y yo obedecí. Llegó la tarde, la hora de salir, el sueco me dijo que justamente a eso iban, a llevarnos al mejor de los lugares. Nos lo dijo entre divertido y pícaro, un poco ansioso.

―Aida, ¿Podría resumir? ―interrumpió Marcela.

―Sí, sí, entiendo. Nos vestimos bien, estábamos hermosas y ellos como unos dandys. Era una exigencia del lugar, según explicó ella, salimos. El club era lujoso y clandestino, tras la puerta cerrada un guardia preguntó algo en sueco y ellos respondieron algo que no entendí, se abrieron las puertas. Dentro, el espacio se habría inmenso, como un centro comercial al que han vaciado de locales y en su lugar, han puesto camas, arneses, habitaciones temáticas: circo, cabaret, japonés; ya sabe, hasta un espacio ambientado a lo China en el que mujeres hacían fila para hacer uso de un aparato de madera, que como rezaba en la entrada, había sido inventado por una monja taoísta miles de años atrás con el fin de llamar la atención de más hombres en las orgías rituales que celebraban los monjes chinos en la época de Hsih Hwang Ti, el último emperador amarillo, el mismo que construyó la muralla. Un hombre, junto a la máquina, limpiaba cuidadosamente, cambiaba el preservativo luego de que la mujer fuera retirada de la máquina en brazos. semiinconsciente por el placer, jadeando sudorosa. De inmediato otra se acomodaba, y así, turnándose haciendo fila. No era una fila como la del banco, las mujeres en esta felaban, eran penetradas, las lamían hombres y mujeres sin que se evadieran, ni por un momento, de su turno para la máquina. Nosotros seguimos de largo guiados por los suecos. Atravesamos el amplio salón central en medio de gente desnuda y excitada. Llegamos al extremo sur de lo que para mí seguía siendo un centro comercial. Entramos a una sala amplia, pero que en comparación con la que acabábamos de dejar, te hacía sentir en intimidad con esos cientos de personas que estaban ahí. Algunos se levantaron de sus poltronas y fueron directo hacia la sueca besándola en la cara, en los labios, en las manos, en las nalgas empujando el vestido hacia arriba. A Vicente y a mí nos saludaron con cortesía en un inglés que me sonó mucho al de los antagonistas en las  películas gringas de la época de la Guerra fría. A nuestro alrededor había droga por montones: coca, ganja, pasta de hachís, jeringas usadas, nos ofrecieron de todo y gratis. Los mismos hombres que saludaron a los suecos, nos llevaron al fondo, atrás de una cortina roja… todo olía a sudor y a sexo ―se sonrojó. Trastabilló y miró al suelo―…algunos perros de diferentes razas: mastín inglés, rotweiller, pitbull y de esos grandes y babosos que no sé cómo se llaman copulaban animadamente: lenguas afuera, con mujeres de formas y edades disímiles, predominando mujeres de más de cincuenta con el pelo corto y teñido de rubio que a cuatro patas ofrecían sus nalgas agujereadas de celulitis a los perros excitados. Las mujeres jóvenes que asistían a la cópula, parecían ejercer más un papel de «mullidoras», es decir, excitaban a los perros que luego eran azuzados por sus dueños para que fueran a montar a las que esperaban, unas con gesto de oficinista a las 4:50 de la tarde, otras, evidentemente ansiosas, húmedas, lustrosas, con ganas. Cuando el perro terminaba, y se retiraba agitado a lamerse en algún rincón, las mujeres se acercaban a los dueños y ellos les daban dinero, dólares, o también droga. «Pagan 2000 y 20 gramos de lo que quieras por perro», me dijo la sueca antes de unirse a los hombres, besarles la boca, los miembros, sacarse el vestido por la cabeza y acomodarse junto a otras dos mujeres que de rodillas y apoyadas en sus manos, esperaban a ser elegidas. Los hombres se emocionaban en sus poltronas cuando el perro, liberado de las mullidoras, se acercaba a las mujeres olisqueando y saboreando, se intercambiaba dinero. Cuando el perro montaba a alguna, la algarabía se hacía tan ruidosa que se sobreponía a la música. Era obvio, apostaban. Y la sueca, desnuda, se había acomodado a la izquierda de las otras.

El primero de los perros, un mastín napolitano: grueso y musculoso, se acercó, olió, lamió, pero se decidió por otra. Eso no la desanimó, siguió ahí tocándose, pasando sus dedos mientras su esposo… novio… él, se enredó en besos y manoseos con una mullidora. «Ya me pagará ella, cuando termine», dijo él señalando a su esposa y agarrando a la mujer flaca de cara huesuda. Vicente me sostenía de la mano, se veía nervioso, pero bastante entusiasta. Vi la escena de la sueca siendo penetrada por otro perro gris y grande, pero más delgado, con la misma sensación inefable con la que miraríamos un muerto tirado en una avenida a quien han destripado y es más mancha que cuerpo: ver para recordar por siempre que no somos más que una mancha en el asfalto, supongo. Le parecerá extraño, o no sé…, Vicente me apretó la mano y entendí eso como una invitación.

Marcela no mostró sorpresa. Esperó.

―Al principio dudé, no era agradable a la vista el color escarlata y baboso de los perros excitados. Vicente me dejó en manos de un hombre cualquiera y fue con las mullidoras, me dijo divertido: «Ya pagarás, cuando termines».

―¡¿Lo hizo?! ―ahora sí sorprendida.

―Sí, lo hice ―esbozó una sonrisa―Me uní a las otras mujeres. No tuve problemas, cumplía los requisitos físicos a excepción del pelo, el mío era castaño y largo. Los dueños volvieron al intercambio de dinero, me miraban con aprobación, yo, a pesar de la edad, era una mujer de buena figura. Nunca tuve hijos, hice ejercicio algún frecuente. Me quité el vestido. Al llegar junto a ella, me percaté de que todas usaban un preservativo para mujeres, antes no lo había visto, estaba muy lejos para que lo notara, ¿los conoce?

―He oído de ellos.

―Son esos que tiene forma de tanga, tanga pequeña. La sueca me dijo que si lo hacía sin eso me daban 3000 dólares. Esa vez, lo usé. Me lo puse como todas, esperé. No puedo describir la sensación de esa primera vez: fue como desbaratarse y luego caer por un pasaje blanco y luminoso. El mastín inglés gris que montaba a mi vecina, al verme, abandonó a su… ¿consorte? y se acercó a mí. Sentí su lengua fuerte, gruesa, áspera como si me escindiera. Estuvo lamiendo con ganas, con ritmo y vibración; yo no pensaba en nada. Me recosté sobre los codos abriéndome para permitirle llegar más al fondo. Él siguió lamiendo. Sus patas asían mejor que los brazos de cualquier hombre, me sostuvo de la cadera y apoyó su pecho sobre mi espalda… por momentos creía que no me iba a ir de cara contra el suelo, que no iba a ser capaz de soportar la fuerza de sus embestidas, la velocidad constante de sus movimientos rítmicos… y abrí esa puerta que cegaba… la imagen que tengo de ese momento, la imagen que pasó por mi cabeza cuando alcancé el primero de los muchos orgasmos fue la de una hoja tipeada a máquina de escribir, de la que se descolgaban las letras como si saltaran de su renglón para quedarse amontonadas al borde de la margen, desordenadas, vaciadas de todo significado, deshechas. El perro lamía mi cuello mientras se movía, detrás de las orejas, dentro de ellas. Parecía que alguien le hubiera enseñado a ser amoroso. Jadeaba, gemía agotado, pero continuaba, eso me excitaba cada vez más. Sentí que hervía dentro, se retiró, se salió de mí y giré para mirarlo antes de que yo olvidara quién era yo. Creo que me sonrió. En sus ojos vi la soberbia, la violencia que tienen también los hombres en el gesto cuando te poseen, o suponen hacerlo. Me volví adicta, pero sólo a él. Vicente, al principio, pareció complacido. Pero ya no pude disfrutar otra vez con un hombre, ni con él ni con ninguno. La droga para mí  perdía cada vez más sentido. No necesitábamos dinero, tenía que tener una excusa para ir cada jueves a ver a mi mastín, así que cobraba los 3000 dólares. Adoraba a mi mastín gris, él que siempre me escogía, que me esperaba y cuando me veía entrar, se ponía de pie y batía la cola babeando de ansiedad. Amaba aún a Vicente. Poco a poco fui dejando de drogarme, ya no me daba placer. Iba con él a todas partes, le cuidaba la drogada y le hacía el amor sin ganas, fingiendo, pero con mucho amor. Vicente lo notó, no era tonto. Yo me delataba mucho con la insistencia de ir al club y de no abandonar Estocolmo. ¿Qué sería de mí y del tedio que me esperaba de haberme ido? Una noche desperté y Vicente estaba sentado en una silla mirándome dormir. Al percatarse de que también yo lo veía, me dijo que ya no podía más, «ya no me da el cuerpo, Didí. La droga ya no palia el dolor y me siento muy cansado todo el tiempo». Yo le recordé que había estado todo bien. Esa misma noche hicimos el amor con tal entusiasmo que no podía deducirse enfermedad alguna. Pero él dijo que fingía, porque no quería entristecerme. Mi sexto sentido me gritaba que me mentía, pero yo lo amaba, no había razón para que lo hiciera. Me levanté y lo abracé. Lloré con él. «Bueno, amor, hagámoslo». Tiempo atrás compró las cosas necesarias para una muerte tranquila, una eutanasia feliz. Estaba decidida, no dudé ni le mentí cuando le reafirmé mi idea de seguir a su lado. Me pidió que redactara la nota de suicidio, «¡en español!», aclaró. Me pidió que describiera claramente su deseo de que el epitafio que escribí para él, fuera puesto en su lápida, fue hacia el baño. Ya lo había escrito, mucho tiempo atrás, antes de que apareciera el perro y todo eso. Redacté la nota y al final escribí el epitafio que decía: «Al abolir el tiempo, el sueño suprime la muerte. Supo soñar, como hombre fragmentado que fue».  Ahí entendí que la cobardía no es miedo a hacer lo que nos proponemos, sino más bien, la imposibilidad de cerrar los ojos al futuro. Él no tenía futuro, yo sí. Regresó del baño, se sentó a mi lado con dos jeringas listas. «No importa nada, nunca me has dejado solo, ahora tampoco lo harás. Lo sé.» Se equivocaba. Una nueva ilusión es suficiente para destruir todas las promesas. Me pasó la jeringa, leyó la nota, asintió. Fue a la mesa y la puso ahí pisándola con el salero. Comenzó a hablar del pasado, del día en que nos conocimos, del matrimonio… «yo era el que no podía tener hijos», me dijo. «Te fui infiel una vez con una estudiante. Te amé siempre y te amaré hasta el fin», me dio un beso en la frente. «Allá te espero. Sé cuánto te gusta el mastín, no te preocupes». Se inyectó. Estuvo un segundos mirándome con tranquilidad, sonrió un poco y se acostó de medio lado cerrando los ojos como cuando iba a dormir. Balbuceó algo, palabras babosas de las que sólo pude sacar en claro «baño». Le pedí que me repitiera, pero sólo respiró con dificultad y luego ya no más. Fui al baño, quería saber. Dentro de la bañera, recostado cuidadosamente, mi mastín inglés moría plácidamente, tal cual lo hizo Vicente unos segundos antes.

Ahora yo tampoco tenía futuro. Él me lo quitó. Pude haberme matado teniendo cuenta que ya no tenía nada qué hacer ni a dónde ir. Pero lo odié mucho. Fui a la cama luego de abrazar al perro y llorarlo con rabia, a Vicente ni lo toqué: lo grité, lo escupí, lo maldije y cansada de pelear con el cuerpo vacío, me senté al borde de la cama y lloré mucho tiempo sabiendo que ninguna de mis lágrimas fueron por mi bien amado esposo. Llamé a la recepción. Los policías, procesos legales, jueces, deportación. Comprobaron que había sido un suicidio, dije que yo no pude seguirlos, que el mastín era nuestra mascota y que el plan era morir los tres juntos.  Regresé al país.

Pude haberme comprado un perro, otro gris y grande y fuerte. Rehacer mi vida como a quien le rompen el corazón y busca otro cuerpo para entretener los recuerdos y la ausencia. En mi caso era diferente. Sólo era él, no había otro. No es como con las personas, las personas hablan, pronuncian el mundo para hacerlo aparecer y ofrecértelo como refugio. Los hombres son expertos en inventarnos fantasías, en verbalizarnos la posibilidad, en engañarnos con dulzura, en convencernos de que ese mundo que él construye para nosotros es mejor que cualquier otro mundo que pueda construirnos otro hombre. En eso consiste el cortejo: un mundo de palabras sólo para los dos… mi mastín no sabía hablar, ningún perro lo sabe, aún así, el supo construir un mundo de silencios para mí y eso no se encuentra dos veces.

Creo que es eso es todo. Lo que vino después, fue sólo extrañamiento, soledad, lágrimas y vacío. No he tenido el valor para matarme, no tengo amigos que puedan ayudarme, todos me repudian. No puedo alejar mi mirada del futuro. Es como si el vacío del mañana impregnara mis días de una esperanza sosa de que algo quizás esté mejor. Vivir es eso, esperar que a la mañana siguiente, a ese vacío diario lleguen de alguna parte del pasado, recuerdos que le den un poco de color. Eso es lo que no me deja vivir, doctora. Me quiero morir porque sigo esperando sin utilidad. Tengo mucha esperanza para seguir viva. La esperanza duele…

Aida guardó silencio. Agachó la cabeza desviando la mirada de la cara de Marcela, no quería que la viera llorar. Le daba vergüenza. «Todo menos lástimas», se dijo en silencio. Volvieron a tocar a la puerta. Marcela abrió y Pablo estaba fuera. La besó rápido. Se disculpó. Estaba preocupado, llevaba dos horas esperándola en el parqueadero. Aida se levantó de su silla y secándose las lágrimas se encaminó a la salida y se disculpó por el tiempo perdido. Pablo la ayudó a salir, a bajar la escalera evitando que apoyara mucho la rodilla lastimada, parecía dolerle mucho y sentía pena por la anciana indefensa. De pie en la puerta, tomados de la mano, vieron a Aida caminar lentamente hasta abordar un taxi y alejarse por la avenida sin mirar atrás.

―Los nietos cuidarán de ella ―dijo Pablo, regresando al parqueadero.

―No tiene, no tiene a nadie. Su esposo le mató al amor de su vida y luego se suicidó.

Pablo la miró sorprendido.

―¡Cuéntame!… tristezas del amor demente, no saben amar.

―Vamos, en el carro.

―Bueno, al menos le diste algo para  curar el dolor. Eso la hará sentir mejor.

―No, no fui capaz. Soy una cobarde ―le tendió la hojita donde se leía: «Pablo, te amo», encerrado en un corazón flechado que sangraba por la B.

Él dijo:

―Yo te amo más, siempre, hasta el final.